capítulo tres

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Alma caminaba por los pasillos del hospital, sintiéndose incapaz de procesar todo lo que pasó. La tormenta, la conversación con sus amigas, las sombras —esto había evitado decirlo— no podían ser un efecto del estrés postraumático. ¡Su mente no podía haberse fragmentado de esa forma!

Aceptar que había sido así, le pesaba.

Su padre, el señor Emanuel, caminaba junto a ella, respetando su silencio. Lo cierto es que en su cabeza, quería desahogarse, liberar toda esa emoción que la consumía por dentro. Las casi tres horas que pasó dentro de la habitación para asimilar la noticia no fueron suficientes.

 No podía creer que estuvieran muertos, que ya no los vería. No quería aceptar que los cuerpos de sus amigos descansaban sobre una camilla metálica. La imagen por si sola hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos, pero las contuvo con terquedad.

Cruzó las puertas corredizas abrazándose a sí misma, hasta que una punzada de dolor le recordó el cabestrillo que llevaba en el brazo. Sintió la mano de su padre sobre la espalda, dándole un ligero empujón para impulsarla.

—No querrás impedirle la entrada a otros pacientes —le susurró con cariño—. Alquile un auto, está estacionado a mitad de cuadra.

Ella no se molestó en responder. Dejó que la guiara, bajo el sol del mediodía, cuyo calor no lograba calentar su piel.

El Toyota Corolla gris estaba estacionado junto a la banquina. Su padre le abrió la puerta del acompañante. Alma tomó asiento y esperó, con la vista fija en el vidrio, a que él rodeara el vehículo.

Al entrar, encendió el motor, y al ver que no se había puesto el cinturón de seguridad, lo hizo él. Alma reprimió las ganas de decirle que no le importaba, que le daba igual.

—Quiero que sepas que puedes decirme lo que sea. Si necesitas ayuda, la buscaremos. No debes avergonzarte; es muy normal. Cualquier pensamiento o cosa… —Ella apretó un poco los labios, sintiéndose dolida por lo que le estaba sugiriendo.

Ya había empezado a aceptar que en verdad todo fue un sueño, pero… apartó la cabeza de la ventana y lo miró:

—¿Quién era el otro sobreviviente?

Su padre parpadeó algo confundido por la pregunta. Presionó el acelerador y giró el volante para tomar la avenida principal. El tránsito a esa hora era casi nulo, y Alma lo agradeció mientras esperaba una respuesta. Tras la muerte de su mamá, sufrió una etapa en la que detestaba ver cómo la vida seguía su curso cuando para ella, su mundo se había detenido. Empezaba a sentir que esa misma sensación le pedía salir.

—No lo sé. Es una lástima, le debo la vida —respondió, y luego intento  retomar la conversación—: Lo que pasó… lo vamos a superar, juntos.

Las palabras de consuelo se deslizaron, sin lograr atravesar el dolor. Pero la confirmación de que hubo alguien más, encendió una chispa de curiosidad lo suficiente grande como para sacarla de su aturdimiento. Se puso ansiosa en cuanto su cerebro se activó con miles de preguntas. Apoyó la espalda sobre el asiento, pensativa. No había podido explicar las sombras, ni la luz, ni porque estaba viva, pero tal vez él sí podría darle sentido a la locura que estaba atravesando.

El hombre seguía conduciendo ajeno al caos que desató en su cabeza esa simple contestación. ¿Quién era él? ¿Cómo lo encontraría? Con ésta última pregunta sus esperanzas se fueron igual de rápido que cómo llegaron.

Su cuerpo se volvió gelatina de nuevo sobre el asiento.

A su lado, Emanuel presionaba con fuerza el volante, hasta que terminó por soltar lo que tenia para decir.

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