capítulo trece

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Alma abrió los ojos. Se encontraba en un claro, rodeada de árboles altos y brumosos. Dante estaba a su lado, observándola con atención.

Lo último que recordaba era estar huyendo de esas criaturas abominables en la ciudad.

—¿Dónde estamos? —preguntó con voz temblorosa.

En el bosque de Azrou.

—¿Estamos a salvo?

El guardián guardó silencio, dándose cuenta de que las acciones del ser celestial habían tenido efecto. Asintió.

En ese instante, Alma se perdió en el abismo de su tristeza. Lloraba desconsolada sobre un colchón de ojos secas. Su sueño se había convertido en un castigo eterno. Y todo era su culpa. Abrazó sus rodillas y permaneció así durante un tiempo. Agradeció que Dante le diera su espacio.

—¿Como fue que llegamos hasta acá?

Debemos encontrar refugio y recuperar fuerzas.

Alma asintió, demasiado agotada para discutir. Comenzaron a caminar sin rumbo por el bosque, buscando cualquier señal de civilización.

El tiempo pareció ir perdido sentido mientras avanzaban.

La niebla se arremolinaba a su alrededor, ocultando los senderos.

De repente, Dante se detuvo en seco, olfateando el aire. Alma aguardó en silencio, observando cómo las orejas del guardián se movían en todas direcciones.

Hay algo… o alguien más en este bosque.

¿Acaso las criaturas los habían seguido? Miró nerviosa a su alrededor, buscando cualquier movimiento entre los árboles.

—¿Dónde?

Lo veras pronto.

Un crujido de ramas a su izquierda la hizo dar un salto. Dante mostró los colmillos, preparado para el ataque. Una figura emergió de entre los arbustos. Era un anciano con una escopeta. Su rostro estaba surcado de arrugas profundas y su cabello y barba eran de un blanco sucio. Al verlos, se detuvo en seco, aferrando con más fuerza el arma.

—¿Qué hacen en mi bosque? —preguntó con voz ronca.

Dante continuó gruñendo, pero Alma levantó una mano en señal de paz.

—No queremos problemas. Nos perdimos.

El anciano los estudió durante unos tensos segundos.

—Está bien, los ayudaré. Pero deben prometerme que no revelarán mi ubicación a nadie.

—Lo prometo.

El viejo se dio la vuelta y comenzó a caminar por un sendero casi oculto. Dante le lanzó una mirada de duda a Alma, pero ella se encogió de hombros.

—No tenemos muchas opciones —susurró.

Siguieron al misterioso hombre por un camino que solo él parecía conocer.

—No pareces ser de por aquí.

—Vine a visitar a mi abuela. Soy Argentina, pero vivo en España.

—Estas muy lejos de casa.

Estamos en Marruecos.

—España no está tan lejos de Marruecos —se apresuró a decir.

—Hubo un gran terreno en varias ciudades. Lo vi por las noticias.

Alma se tensó ante las palabras del anciano. ¿Acaso sabía algo sobre los terribles ataques y las criaturas que los habían obligado a huir?

—No sé de qué está hablando —respondió con cautela.

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