Capítulo 4

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Solo podía mirar ese pedazo de pergamino en mis manos con incertidumbre. Se me revolvían las entrañas al pensar que el bastardo de Dylan lo había escrito él mismo. La magia que de la tinta se desprendía me helaba la sangre. En el momento que el mensajero llegó, agitado y asustado, tuve que despedirme de mis hijas para poder atender la preocupante noticia.

Desconfío, obviamente, de mi hermano menor.

—¿Cuáles son tus verdaderas intenciones? —susurre, llevándome un dulce salado del Atlántico a los labios, para deleitarme con la acidez y dulzura que estalló en mi boca.

Dylan estaba planeando algo, casi podía olerlo, a pesar de los kilómetros y kilómetros que nos separaban. Aunque fuese muy urgente, ese desgraciado jamás adelantaría nuestra reunión. Odiaba vernos la cara tanto como yo odiaba verle la suya.

Las ásperas manos de mi mujer me acariciaron la espalda.

—Respira, Inna, respira.

—Tengo que hablar con Dalai —me aparté de su toque, alejándome de nuestros aposentos. La seda de algas, hábilmente trabajada por los artesanos más viejos, acarició mi piel cuando la atravesé.

En el balcón, con la vista que el palacio, construido sobre la cadena montañosa submarina, denominada la dorsal mesoatlántica, podía ver gran parte de la extensión de mi reino, contenido entre tres continentes.

—Cariño —su voz me llegó desde adentro, seguida de un par de risas infantiles—. Creo que te estás preocupando en vano.

—¿Preocupando en vano? Dime, mi amor, ¿Crees que Dylan sea de confiar? —me volteé, dándole la espalda a mi reino para ver a mi esposa cargando a uno de nuestros retoños en sus brazos—. ¿Crees que debería confiar en él, en sus intenciones, y ponerlas en peligro? Ustedes son mi vida y futuro. —baje la vista al rostro infantil, sus cabellos blancos como los míos, habiendo heredado la mayoría de mis características menos mis ojos violetas—. No puedo arriesgarme, amor.

—Lo entiendo —se acercó a mí, pasando a nuestra pequeña Ta'ra a mis brazos. Sus extremidades diminutas y delgadas se prendieron a mi cuerpo como un pulpo a su presa. —Pero quizás haya cambiado, quizás está decidido a hacer las cosas bien.

Negué rotundamente. —Nosotros no cambiamos, cariño.

—Dalai lo hizo —trato nuevamente, su rostro descompuesto por la incertidumbre.

—Dalai está roto, Wylla. Su vida se vino abajo con la muerte de su mujer e hijo, nadie vuelve a ser el mismo luego de ese tipo de tragedia. Dylan no tiene las mismas motivaciones que nuestro hermano mayor para hacer un cambio de esa semejanza.

—Todos merecen una oportunidad.

—Él no —ladee la cabeza un poco—. Siempre esperas lo mejor de todos, amor. Eso me encanta de ti, pero yo soy realista, sé muy bien quién es mi hermano.

Giró el rostro, una mueca de resignación cruzó su bello rostro, la palidez de este destaca sus rasgos, los ojos de un turquesa, tan parecido al de nuestras aguas, ese sedoso manto rojizo. Las curvas deliciosas de un cuerpo maduro.

—Mami —dedos pegajosos tiraron de mis mejillas, pidiendo mi atención. Afiance mis agarre en Ta'ra.

—¿Uhm? —musite, encontrando una pata de cangrejo enredada en su cabello. La más pequeña de mis hijas tenía la mala costumbre de besar a los crustáceos en busca de su príncipe azul.

—Zucus ha visto algo —intervino Wylla. La mención de nuestra hija mayor capturó mi atención.

—Qué habrá visto nuestro pequeño diablo —ironice.

—¡Muerte! —chillo con emoción, alzando sus puños, como si lo que hubiera dicho fuera algo que festejar. Mi Ta'ra era tan pequeña todavía, apenas dos años, no sabía que esa simple palabra era más complicada.

Nos miramos, fue inmediato. El agua tibia se había enfriado. Sentí el ambiente tensarse hasta tal punto de tensión que podía robarme el oxígeno.

—Oye, diminuto ángel, ¿porque no buscas a tus hermanas? Mami y yo tenemos que hablar.

—Inna... —protestó Wylla cuando bajé a nuestra hija de mis brazos, a pesar que está hizo todo lo posible por permanecer conmigo. Cuando sus pies tocaron el coral frío, le di un suave empujón, para alentarla a que corriera dentro. Atravesó la seda de algas de vuelta al interior del palacio, donde seguro encontraría a sus hermanas, distraer su mente con cosas infantiles y que no se percate del terror de los adultos.

—Llama a los soldados. ¡Quiero a todo el maldito mundo custodiando a nuestra familia! —di la orden, esperando que las corrientes llevarán mi voz a los oídos correspondientes.

Entre de nuevo a los aposentos. Mis venas ardían, podía sentir la sangre fluir hasta mi corazón, el veneno mortal que se escondía en mi misma sangre, el poder que mis dioses me habían otorgado al nacer. Todo se había revuelto ante esas palabras.

Muerte.

Zucus había visto la muerte, no sabía en qué sentido pero si había olido esa premonición tan cerca de nuestro hogar como para dar alerta, es que estaba cerca. La muerte nos acechaba, y quizás estaba más cerca de lo que esperaba. No me arriesgaría. No pondría en peligro a mi reino, a mi familia. Al Atlántico.

—¡Inna! —grito, siguiéndome el paso cuando salí, bajando por la escalera de caracol que descendía por la montaña rocosa de forma maniática y desesperada. No tenía tiempo—. Inn, detente. Espera un segundo.

Sus dedos se aferraron a mi brazo, me giré bruscamente en su dirección. Me enfrente a mi amor, rostro con rostro. Se estremeció bajo mi mirada. Sentía que mis emociones fluían con tanta velocidad, como el océano, en el fondo de mi sentía como las aguas se alteraban, una tormenta se desataba en la superficie.

Tomó mi rostro, sus manos, temblorosas, fueron el bálsamo que calmó, momentáneamente, la tempestad que estaba empezando a desarrollar, la pérdida de control de mis poderes.

Inna, la fuerza del mar. La que lo controla.

Eso era lo que era, así me habían creado y nombrado.

—Tranquila. Tus ojos se han iluminado, amor —murmuró, acercando su boca a la mía, intentando calmar el marremoto que era.

—Tengo que ponerme en marcha.

—Tienes que respirar. Pensar con la cabeza fría.

—Si ella ve lo que vio, no tenemos tiempo —Fue en ese instante en el que lo recordé—. La reunión.

—¿Que tiene que ver eso aquí?

—Esa reunión es una maldita trampa.

—Sé que odias a tu hermano, pero no creo que sea capaz de matarlos. ¡Son sangre! —parecía consternada ante mi acusación.

Sus manos eran las anclas que aclaraban y ataban mi mente.

—Dylan parece un una foca —comencé, cortando sus palabras llenas de piedad por alguien que no se las mercería—, de esas tiernas e inofensivas, que ves y te enternecen el corazón pero en el fondo, muy en el fondo, escondido, hay un leopardo marino, de grandes colmillos, esperando el momento indicado para atacar —suspire, alejándome de su piel, de su boca y del néctar—. Hazme caso en esto, amor. No podemos confiar en nadie si queremos mantener a nuestra familia y reino a salvo.

Le di la espalda, continuando con mi descenso, dando órdenes a las corrientes.

No me importaba nada ni nadie si con eso lograba mantener a salvo a mis hijas.

Hijos del marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora