3: «RÁPULIS. PARTE 1»

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A la quinta noche desde la invasión, me reuní con mamá y Jason frente a la puerta de urgencias del hospital; había sido unánime la decisión de que Gina se quedara internada, e incluso ella estuvo de acuerdo: la sola idea de encontrarse con uno de ...

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A la quinta noche desde la invasión, me reuní con mamá y Jason frente a la puerta de urgencias del hospital; había sido unánime la decisión de que Gina se quedara internada, e incluso ella estuvo de acuerdo: la sola idea de encontrarse con uno de esos monstruos le aceleraba el pulso, la hacía gritar y agarrarse la cabeza. Además, la herida de su brazo era mucho peor que mis propias lesiones: el tiempo y la profundidad de los tejidos dañados no eran de buen pronóstico y quizá terminaría por perder la extremidad para tratar de salvar algo más.

El aire tenía el olor a sangre y ceniza, pero era mejor que el olor a muerte al interior del hospital. Jason, que había salido horas antes, regresó pocos minutos antes de la puesta de sol con dos barrotes a los que les había enredado alambres de espino de una vivienda cercana. Eso, unos cuchillos que mamá robó de la cocina y varios centímetros de espuma bajo la ropa pegados a la piel con micropore, eran nuestra única defensa ante los peligrosos invasores.

Me preocupaba mamá. No había dormido bien desde que todo comenzó y era más bajita y lenta que nosotros dos; me aterraba la idea de que Jason planeara dejarla atrás si uno de ellos nos acorralaba, pero más me angustiaba el no saber qué haría yo.

—¿Listos? —Jason me dirigía solo las palabras justas. Él también se desharía de mí si fuera necesario.

Di un vistazo a mamá, que mostró una mano con el pulgar levantado. El plan era encontrar a papá y a Lilia, y ponernos al día con la situación respecto a las bestias que nos atacaban: el canal de noticias había dejado de transmitir hacía dos días, y de vez en cuando solo llegaban imágenes distorsionadas del derrumbe que quedó producto de la oleada de naves; sin embargo, la última de ellos pasó hace mucho y dudábamos de que hubiera más.

Mamá paseó la mirada de Jason a mí. Una fina arruga se hizo lugar en su entrecejo. En su ausencia, me había interrogado qué tan buena idea me parecía tenerlo cerca y más aun en aquellas circunstancias; entendía su inquietud, pero era lo único que podía hacer por el momento. Después, tal vez, encontraría el espacio adecuado para hablar con él, lejos de la amenaza inmediata.

Sonreí y los hombros de mamá se relajaron.

—Todo estará bien —dije, queriendo creer en mis palabras. Jason ya había cruzado la carretera y agitó la mano después de asomarse hacia los edificios contiguos: «libre».

Pasamos agachados la amplia calle; todavía cojeaba un poco, pero el dolor era imperceptible en comparación con cuando llegué. La maleta que había preparado me golpeaba en la espalda. Tap. Tap, con cada paso.

Jason alzó el brazo. Nos detuvimos. Antes de que cualquiera de los dos pudiera decir algo, escuché el chasquido que provenía del otro lado del muro. Luego, gritó; jamás hubiera correspondido aquel ruido con el tamaño de la bestia que había visto Gina. No, eso solo podía hacerlo algo mucho más grande.

Esperamos, hechos un ovillo entre las sombras, hasta que cedió después de varios minutos.

—Movámonos —susurró Jason.

Fue el único que nos encontramos un buen tiempo. Era una hora a pie de camino desde el hospital hasta la escuela de Lilia, pero la cautela nos ralentizaba casi el triple de tiempo; sin embargo, no podíamos hacer más que aguardar y tener esperanzas de que el lugar siguiera intacto. Fue el último lugar del que mamá supo algo de ambos y de eso ya hacía varios días.

A las diez de la noche, vislumbré a unos escasos veinte pasos, el muro en el que yacía el enorme letrero de nuestro destino.

Mamá se puso de pie la primera, con el autocontrol gastado y los ojos enrojecidos al borde de las lágrimas, pero saqué el brazo y la tiré hacia atrás justo cuando vi al primero de ellos asomar la cabeza bajo el arco de la entrada.

—Dios santo... —dijo mamá, con las manos sobre los labios y la piel pálida.

Aún tan lejos, debía levantar la mirada para observarlo por completo. ¿Tres, cinco metros de altura? Estaba distraído y nos daba la espalda, pero era imposible pasar sin que nos descubriera. Salió otro poco y la luz de la luna bañó las negras escamas de su cuerpo en un brillo de plata. Las líneas de una fuerte musculatura se dibujaron en el largo cuerpo cuando se irguió en dos extremidades inferiores y dejó de caminar como bestia, para caminar como humano. Las garras, que habían dejado varias marcas en el asfalto, sisearon al chocar entre sí como los cuchillos recién afilados; sus brazos caían hasta más debajo de las rodillas, pero las garras casi que tocaban el suelo.

El cuello también era más largo que el de un humano, fuerte para sostener el ancho cráneo que se le aplastaba arriba y la mandíbula que se proyectaba un par de palmas al frente; dos profundos agujeros se introducían a cada lado de su cabeza y de ellos salía a modo de corona una delicada membrana que vibraba con el aire.

Sacó la bífida lengua y la sacudió en el aire. ¿Nos había percibido? El viento soplaba a nuestro favor y el miedo nos tenía tan paralizados que era imposible que nos hubiéramos movido.

La bestia echó la cabeza hacia atrás, las fauces se abrieron en cuatro y gritó en nuestra dirección. Había imitado a la perfección el desgarrador lamento de una niña: «¡Papiiii!»

Un hombre delató su posición, alarmado la vocecita. Tuve el impulso de correr más rápido que aquel monstruo y avisarle al extraño que era un engaño, pero mamá me asió del brazo tan fuerte que dejó impresa la marca de sus dedos. El desliz que había cometido nos hubiera costado la vida, de no ser porque eso estaba lo suficientemente ocupado en su cacería para percatarse de nuestra presencia.

En el instante en que el hombre sacó la cabeza y se dio cuenta de la trampa, el monstruo echó a correr a cuatro patas y rebanó el cuello de su presa.  

Apetito #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora