10: «LILIA» [2/2]

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El cielo se tiñó de un gris claro mientras recorría una a una las opciones con las que contaba. Gina recreaba juegos de palmas e instaba a cantar a Lilia, que se detenía cada tanto para secarse los ojos y retornar a la normalidad los jadeos que eran su respiración. Debía hacer algo y...

—...pronto —dijo Gina, al poner a mi hermana sobre un sofá que las ratas habían roído. Era una pena que incluso las ratas hubieran desaparecido. Se detuvo frente a mí otra vez con el bolso vacío en la espalda—. Alan, ¿estás listo?

Me humedecí los labios y corrí los trapos que cubrían la ventana; dejaríamos las ollas y nuestras botellas afuera y si teníamos suerte, contaríamos con algo de lluvia para abastecer la reserva de agua después de días.

Permití que Gina liderara esta vez y disfruté de la ventisca que removía las hojas secas del asfalto y enfriaba mi piel. Por petición suya, aguardaba fuera de los edificios y los locales en los que nos deteníamos; según ella, si alguien se planteaba confrontarnos, mi presencia tendría más posibilidades de disuadir cualquier intento hostil y si bien no tenía claro si lo decía porque yo era quien había traspasado la barrera, era el asesino entre los dos, prefería pensar que no era el caso.

No dejaría que el estado de alerta producto de las inclemencias del hambre opacara mi razón. Gina se había encariñado con Lilia y se mantuvo con nosotros aun después de lo de nuestros padres; dudaba que su intención fuera apostar en mí un señuelo para ella escapar. De todos modos, mantenía conmigo el cuchillo que me había dado y ahora que era consciente de su peso en mi bolsillo, no dudaría en defenderme con él si era necesario.

Escogió una casa de una sola planta en cuyo jardín todavía florecían unas pocas margaritas alrededor de un caballito de madera que se mecía con el viento. Los muros eran de ladrillo y parecían resistentes, y al dar un primer vistazo no encontramos los sangrientos rastros presentes en otros hogares.

—Quédate aquí —ordenó y se dio vuelta antes de que pudiera responderle. Descansé las piernas sobre el césped y rodé entre los dedos el tallo de una flor suelta.

Los instantes de silencio eran eternos. Los detestaba más desde la última noche con mamá en la bodega de la farmacia. Gina salió a los pocos minutos con las manos vacías y el rostro sumido en una expresión que ya estaba cansado de observar.

—¿Nada?

Negó con la cabeza y descolgó el bolso en la acera.

—Hay algo de sangre fresca en el mirador de la ventana al otro lado. Era una cantidad importante, puede que sigan cerca.

—¿Estarán sanos?

Apretó los labios y sacó un cuchillo el doble de largo que el mío. Había olvidado la última vez que lo vi, solo lo sacaba cuando estaba preparada para capturar.

—No tenemos opción.

Empuñé mi propia arma y caminé tras ella dentro de la casa de una sola planta. En cada rincón había una pila de juguetes mordisqueados y páginas de cuentos arrancadas sobre las ventanas.

Gina me dedicó una mirada de un segundo y llevó un dedo a su rostro para indicarme que no hiciera ruido. Por la forma en que se aferraba al cuchillo y lo sostenía frente a ella, comprendía que una parte de sí no estaba preparada para lo que quizá se viera obligada a hacer para sobrevivir.

Matar para comer... Era distinto por completo a vivir como los carroñeros que habíamos sido hasta entonces.

El estómago me rugió de expectación al oler la sangre. Del borde de la ventana que daba al jardín trasero, oscuras gotas se resbalaban por las juntas de la pared de ladrillo.

Apetito #ONC2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora