4: «HAMBRE» [1/3]

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Las provisiones nos alcanzaron hasta el cuarto día, comiendo de a migajas y humedeciendo los resquebrajados labios; nos movíamos poco, apenas lo necesario para evitar gastar más energía de la que podíamos recuperar

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Las provisiones nos alcanzaron hasta el cuarto día, comiendo de a migajas y humedeciendo los resquebrajados labios; nos movíamos poco, apenas lo necesario para evitar gastar más energía de la que podíamos recuperar. Hasta el momento habíamos sorteado a los monstruos que nos encontrábamos en el camino: casi podría creer que la ansiedad de convertirnos en presas nos aguzaba los sentidos tanto como a ellos y si el viento estaba a nuestro favor, detectábamos el hedor de la sangre en sus fauces a tiempo para buscar refugio. Avanzábamos de día y nos ocultábamos de noche, cuando eran más activos; sin embargo, sabíamos que era imposible que los suministros mantuvieran a un grupo tan grande como el nuestro y en nuestro afán por conseguir llenar los estómagos vacíos, recorrimos los dos primeros días desde el encuentro con papá y Lilia, siempre con el mismo resultado: los alimentos en conserva, los paquetes y los productos perecederos; no había ningún rastro de ellos, y cualquiera hubiera creído que desaparecieron de no ser por los empaques vacíos, limpios por completo.

Hoy sería la última comida que tendríamos.

Ya había pasado casi día y medio desde que tuvimos se emitieron los últimos hallazgos de esta pesadilla: al igual que nosotros, una aparente escasez de alimentos afectaba las ciudades de todo el mundo, y no quedaba en pie ningún animal ni siquiera en las zonas rurales, más que unos contados perros y gatos callejeros que habían migrado a zonas más alejadas. Se culpaba a los invasores de aquello, y todo intento de comunicación había resultado en la muerte de los involucrados; las estadísticas nos jugaban en contra: de miles, tal vez, millones de muertos; solo se registraba el deceso de una de las bestias. La última entrevista que se logró con una vieja bióloga y otro científico fueron infructuosas: no se sabía nada de ellos, salvo unos pocos retratos hablados de los sobrevivientes que habían acabado con el espécimen de alrededor de un metro de altura. Una cría a la que se le estudió su piel, demasiado dura para diseccionar sin dañar los tejidos, mas su composición era de un mineral que no se conocía en la tierra; sin embargo, no salió ninguna noticia de su capacidad de hablar.

Jason me encontró sobre los cartones que reunimos para formar un lecho en uno de los pisos altos de los edificios abandonados más alejados de las calles principales.

Alcé la mirada cuando me cubrió su sombra. Había comenzado a comerse las uñas para olvidar que moríamos un poco cada día; temía que el momento en que la debilidad nos impidiera caminar llegara más pronto de lo que hallábamos una solución.

—Iré a buscar en las casas de por allá. —Señaló la ventana en dirección al este, donde las calles se unían para formar la avenida principal; el viaje a pie de ida y vuelta tomaría más de media hora y buscar por suministros otro tanto.

Esperó en silencio mi respuesta. Su valentía se mellaba a cada hora y me preguntaba si acaso su motivo era uno más allá del hambre del que no podía dejar de pensar. Bajé la mirada y continué con la labor de buscar entre las bolsas de basura que los dueños dejaron.

—No encontrarás nada —añadió al no obtener respuesta por mi parte.

—Tú tampoco, Jason. Anoche escuchaste los gritos que venían de allá, solo vas a hacer que te maten.

Se puso de rodillas y me arrebató la bolsa de basura. «Qué más da», pensé. Ya había escarbado lo suficiente sin encontrar algo que valiera la pena; no nos atrevíamos todavía a tragarnos las sobras enmohecidas ni invadidas por gusanos.

—Me debes una, Alan —reprochó—. Solo te pido que me acompañes. Necesito alguien que me cuide las espaldas.

Mi risa me supo amarga.

—¿Y pensaste en mí como primera opción?

—A la mierda. —Hizo el amago de irse y llegó hasta la puerta, pero dio una patada a la madera y regresó a mi lado—. Por favor, Alan. Necesitamos comida.

Para entonces había abierto la segunda bolsa de basura.

—¿Qué crees que hago?

—¡Ya deja eso! —La echó a un lado y me tomó de los hombros. Sus falanges se sentían más huesudas que hacía una semana—. Podríamos encontrar otras personas.

—Eso siempre termina mal. —Suspiré—. ¿Crees que no lo pensé antes? Pero me aterran, Jason, tengo miedo.

Jason movió la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Uno de ellos reptaba en la calle contigua, dos manzanas delante de nuestra posición; era la ventaja de haber conseguido altura: podíamos montar una pequeña vigilancia para sentir que manteníamos algo de control.

—Llegaremos con los bolsillos repletos de comida. —Casi se escuchaba sincero y me permití creer un poco en él—. Antes de que nos cueste correr.

Me pasé las manos por la cara y solté el aire con pesadez. ¿Sería eso así? Nosotros dos, conscientes de que nuestra confianza en el otro yacía por la tregua que nos permitía sobrevivir; me negaba a la idea de que perdonara alguna vez, pero era lo único que tenía el otro.

Apreté la mano que me ofreció y un minúsculo movimiento de hombros delató su alivio; también le aterraba la posibilidad de encontrarse a uno de esos monstruos de frente a pesar de que se mostrara impasible las veces en las que alguno se cruzaba en el camino.

Al principio no me percaté, atento a mis propios lamentos de la mala suerte que tenía y lo asocié la brisa nocturna; pero ahora, con la calma de las últimas noches, volví a escuchar el ulúlelo en el que reparé poco después de salir del hospital. Desde que habían llegado, un extraño sonido se escuchaba cuando lo demás estaba en silencio: a veces era más como un aullido, otras, se asemejaba al chasquido que oímos en la escuela de Lilia. Mediante sonidos distintos y casi estructurados daba la impresión de que se comunicaban, indicaban cuándo reunirse y en dónde estaban las presas porque al ruido que precedía a una riña por el premio se le sumaban luego otros chillidos. Reconocía cuando estaban de cacería porque solo entonces imitaban la voz humana.

Las piernas me hormiguearon cuando me puse de pie; la herida ya había mejorado tanto como las circunstancias lo permitían y a excepción de una presión que me obligaba a tomar descansos más frecuentes, estaba casi como nuevo.

La luz dorada se filtraba moribunda en el refugio y estimé que nos quedaba menos de una hora de sol.

—Saldremos en la mañana.

Jason negó en silencio.

—Para mañana estaremos cansados y muy hambrientos para pensar con claridad.

El aire que entró en mis pulmones se sintió gélido y punzante. ¿Acaso entendía a lo que nos quería arrastrar?; habíamos evitado a toda costa exponernos a esas bestias durante la noche, solo nosotros dos no tendríamos posibilidades de regresar con vida. Intenté convencerlo, pero estaba tan firme en su posición que sus argumentos empezaban a tener sentido y la angustia de no partir en ese momento aumentó en mi interior.

—Estaremos de vuelta poco después de que anochezca. Dos horas como mucho. —Me llevé el bolso al hombro, resignado a partir, pero Jason alzó una mano para detenerme—. Llevaremos solo una maleta para ir ligeros.

«Dos horas...» Aquello sería antes del punto de máxima actividad de ellos. Me ajusté los cordones de los zapatos y colgué mi bolso en el marco de la ventana para que ellos no se marcharan sin nosotros. Mamá lo vería y entendería que volvería pronto. Jason me miró extrañado cuando bajamos hasta la entrada del edificio sin decir una palabra a mis padres; no obstante, se guardó cualquier pregunta que tuviera porque sabía en el fondo que mamá no estaría de acuerdo con nuestra breve misión.

—Alan. —Su llamado me sobresaltó y metí la mano en el bolsillo de los pantalones; en él guardaba un trozo de vidrio que había recogido de una de las ventanas rotas—. Estaremos bien.

Dudé unos segundos antes de darle la razón.

»Solo iremos por unas pocas provisiones.

—Claro. 

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