Los árboles crecen como redes, como fractales infinitos que representan nuestro cerebro, nuestras venas. Hoy vi ese maravilloso fenómeno con claridad cuando fui por el almuerzo, que tomé a la misma hora poco saludable de todos los días: las cuatro de la tarde. El árbol que vi era un guayacán, hermoso guayacán, cuya sombra me recordó la respiración de mi madre cuando dormía bajo sus brazos.
Supe que la peluquería era lo mío cuando tuve razón para apreciar a la primera reina saliendo por televisión. Corría el año 1994, para mí caminaba con parsimonia el octavo año, cuando ella con su cabello me hizo entender primero el concepto de perfección que el de tener un padre. Quizás soy un cliché más dentro del gremio de las tijeras. Pero en algo sí soy distinto, o eso creo, y es que todos los días trato de mantener una sonrisa en la cara para mis clientes, una falsa, un cernícalo cayendo sobre su presa, semillas de guayacán cayendo sobre concreto. Cosa que me hace distinto de mis compañeros, quienes están bañados en un resentimiento que no se afloja ni con la keratina.
Pero no sé que tanto pueda mantener esta apariencia, pues mi madre ya murió y no quiero soportar más al dueño de este chuzo, quien desde lejos emite ternura, pero es falsa como mi sonrisa. Una ternura que rivaliza con la de una jirafa, pero es porque pocos conocen el lado B de las jirafas, ellas también persiguen, también agreden y todo sin emitir un sonido de su garganta. Así es mi jefe.
Quisiera que nada me importara, quisiera ser como un señor que llevaba una careta de buceo haciendo de gafas para bicicleta. Navegando entre el cobrizo aire de esta ciudad quisiera ser como el poderoso magma que formó a Islandia, sofocando al anacrónico hielo del Polo Norte.
Quisiera ser árbol de guayacán con fuerza para romper la silente garganta de las jirafas.
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En Sucias Manos
Historia CortaColección de relatos cortos sobre sucesos diarios en cualquier espacio.