De la torpeza no queda sino la suerte

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Anoche llegué rendida, molida. El trabajo en el restaurante no me da tiempo para más, sino para acabar destruida en mi cama, soñando con ballenas eternas nadando en agua dulce que corre entre las montañas andinas, soñando con las campanas del carro del gas y de la iglesia, cuyo sonido se activa a las doce del medio día y que le ha enseñado al cerebro que tengo en el estómago a digerir lo que sea que tenga en sus fauces.


Algo es cierto en toda mi vida y es que el borojó es a lo afrodisíaco como lo es mi torpeza al trabajo, he derramado de forma regular las salsas en las neveras y los jugos sobre las mojarras que vendemos. Pero de la torpeza me ha salvado la nívea sonrisa forjada en el Pacífico que me acompaña y mi valor conveniente alimentado por el río Atrato, de este último me he valido muchas veces para ahuyentar, de los comedores de nuestros comensales, a vendedores ambulantes con sus cortes ochenteros y sus caramelos duros y manoseados mil veces.

He aprendido, como mujer, como negra y como alma humana que lleva música en sus ojos, que las emociones lo son todo, pues he visto cómo ante la negligencia de otros en su andar lo primero que muchos esbozan es una sonrisa, luego brota un fuego, de ese transparente que flota sobre cualquier fogón, llamado ira, y para terminar con un dejo de desagrado, un Tsunami de hielo arrastrado hacia adentro, porque el culpable ni cuenta se da de toda esa maravilla de la naturaleza. En todo caso, como mi abuela decía, y ella que sí era hábil en este restaurante, el suyo, que los ojos debían sembrar paisaje en cualquiera y que la música que yo tenía no era de voz ronca que estremecía por la técnica, sino que era voz de lágrima, que estremecía por la suerte que atraía. Por eso mi mirada y sonrisa es la sábila que cuelgo en el restaurante para atraer la mejor ola de fortuna.

En Sucias ManosWhere stories live. Discover now