El viento se colaba a través de una pequeña abertura en la ventanilla del coche e impactaba directamente contra la piel de mi cara. El ambiente había cambiado; esa humedad a la que estaba acostumbrada había desaparecido, ahora ya no olía a sal, olía a gasolina. Me asomé por la ventanilla, algo desorientada. Ese olor me estaba mareando. Lo primero que pude ver fue la cantidad de coches que había en la carretera, calles llenas de gente andando con prisa, caras serias y un ambiente totalmente diferente al que tenía en Formentera. Realmente era algo que temía; mi padre ya me había comentado adónde íbamos, pero nunca imaginé que fuera a ser así.
Altos edificios se extendían frente a mí, por todos lados, no había verde, todo estaba edificado. ¿Quién en su sano juicio estaría feliz viviendo en un sitio así? Desde luego, ese no iba a ser mi caso.
Podía escuchar la voz de mis padres comentando lo bonito que era todo, sorprendidos. Mi padre hablaba de los edificios; él era arquitecto y esas cosas le apasionaban. Hablaba de lo antiguos que eran algunos, decía que durante los siglos XVI al XIX, Madrid experimentó un importante desarrollo urbanístico y arquitectónico. Sinceramente, desconecté; solo escuchaba el sonido aberrante de los coches en movimiento, los claxon apresurados de la gente desesperada.
Miré el GPS y quedaban como 5 minutos para llegar a nuestra nueva casa. ¿Cómo sería? Porque lo único que mis ojos veían eran edificios altos y claustrofóbicos. Quería volver a mi hogar, a mi habitación, a mi refugio.
Al pensar en lo que había dejado atrás, mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Odiaba llorar; era algo que no hacía con normalidad. Solía hacerlo mucho en el pasado, pero ya no, ya no era así.
Mis amigos, esas personas que había escogido para ser mi apoyo. Amigos que me había costado mucho encontrar, gente con la que podía contar y estar triste. Ahora, todo volvía a los inicios, a cuando mi soledad me asfixiaba.
Al menos tenía lo que más amaba y eso nadie me lo podría arrebatar nunca: mi cuaderno. Ahí escribía todo lo que sentía, escribía mis poemas, en ese espacio en blanco plasmaba mi vida sin miedo a que nadie pudiera juzgarme. Era mi refugio, mi confidente, mi eterno compañero en este nuevo mundo desconocido.
Un cosquilleo molesto comenzaba a recorrer mi piel y no necesitaba voltear para saber quién era el culpable. Era mi hermano, esa persona irritante y exasperante que, a pesar de sus 17 años, actuaba más como un niño de 14. Un completo niñato, así lo veía. Rodé los ojos cansada, sin ganas de lidiar con sus tonterías. Su sonrisa estúpida me confirmaba que disfrutaba de mi incomodidad mientras continuaba con sus pellizcos.
Lexa -Si sigues molestándome, te juro que te parto la cara-, le dije con furia, dándole un manotazo para detener su próximo ataque. Su sonrisa se amplió, y miró de reojo a nuestros padres para asegurarse de que no estaban mirando antes de volver a la carga. Cerré los ojos y respiré hondo, intentando mantener la calma, pero mi paciencia se estaba agotando rápidamente. No quería perder los estribos, pero estaba al borde de bajar la ventanilla y lanzarlo lo más lejos posible.
ESTÁS LEYENDO
Nuestro hilo rojo
FanfictionEn el universo de los versos y las emociones, donde el alma se desnuda ante la mirada del poeta, dos almas se entrelazan en una danza cósmica, unidas por un hilo rojo que teje los destinos con la suavidad de un suspiro. Lexa, con sus ojos que destil...