-Papá, ¿Puedo tocar el botón, por favor? Solo una vez- Suplicó el rubio, colocando sus mejores ojos de cachorrito.
Noah suspiró, tratando de mantenerse firme, pero terminó cediendo, sin poder resistirse a la ternura que le provocaba su hijo cuando hacía pucheros y se permitía actuar como un niño consentido.
-Vale, pero solo una vez- Aceptó, dejando que el menor presionará el tan anhelado botón.
De inmediato las sirenas del patrulla comenzaron a sonar y los autos a su alrededor se movieron, reaccionando ante la falsa emergencia, apartándose de su camino.
Noah negó con la cabeza, viendo la felicidad en el rostro de su hijo y decidió complacerlo, maniobrando el coche por un par de calles, para luego detenerse y apagar las sonoras.
-¿Feliz? -Cuestionó, siendo correspondido con una sonrisa llena de entusiasmo.
Tal vez no era muy profesional hacer eso por su parte, pero ver a Gus feliz era todo lo que le importaba. Así que revolvió los cabellos de su hijo, ganándose quejidos a cambio y retomo el manejo, con rumbo a la comisaría.
Hoy, al igual que todos los martes y jueves, era su día de recoger al ojiazul de la escuela.
Al principio habían intentado contratar a una niñera para que viera a su hijo por las tardes, pero su pequeño demonio había espantado a todas y cada una de las mujeres que se presentaron en su hogar.
En ese momento se habían sentidos frustrados, porque querían pasar más tiempo con su niño, pero sus trabajos lo impedían y se negaban a dejar que estuviera solo durante horas.
Puede que haya pasado un año desde que adoptaron al rubio, pero aún había veces donde el chico se olvidaba que tenía un hogar y salía al parque y no volvía durante horas, o se escondía en los rincones más pequeños que encontraba, se olvidaba de comer, de dormir. Se olvidaba que ya no debía luchar para sobrevivir, especialmente cuando despertaba aterrado tras fuertes pesadillas.
Por eso intentaron con niñeras, más de quince mujeres hicieron el esfuerzo, pero Gus se negaba a ser cuidado. Y hubieran seguido de esa forma, hasta que decidieron que lo mejor era hablar con su hijo directamente.
Y ahí fue donde lo entendieron.
Toda su vida Gus había estado en la calle, luchando por comida, espacio y seguridad, eso le había enseñado a no confiar en los adultos.
Y Noah recordaba los primeros dos meses en que Gustabo estuvo en su hogar. Era asustadizo, ante el mínimo grito que escuchaba salía corriendo a esconderse, pero cuando se sentía acorralado, contraatacaba con insultos y amenazas. Había días donde lo único que quería era que lo abrazaran y otros donde no soportaba a nadie a menos de dos metros de distancia. Días donde quería probar toda la comida y comer cosas dulces, y luego no querría ingerir alimentos por largas horas.
Gus era como un gato, arisco si intentabas acercarte a la fuerza, asustadizo y con garras afiladas para defenderse, pero cuando él se sentía listo solo quería que lo llenaran de mimos y lo colmaran de atención.
Y para respetar los espacios y el tiempo de adaptación de su hijo, decidieron que lo mejor era llevarlo con ellos a sus trabajos.
Así que los martes y jueves Noah lo pasaba a buscar a la escuela, patrullaban un rato y luego iban a comisaría, el adulto a realizar informes y el niño a completar su tarea; mientras que los lunes, miércoles y viernes, Clara lo llevaba al hospital, donde visitaban a los pacientes y Gus aprendía muchas cosas.
Llevaban un mes con este arreglo y las cosas iban mucho mejor ahora, su niño estaba más calmado al ya no ser forzado a estar con personas extrañas en su hogar y se divertía acompañándolos, bromeaba con los delincuentes o trataba a los heridos, leía los derechos a los detenidos o tomaba la mano de los niños que recibían tratamiento.
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Historias Gortabo y Otros
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