Capítulo 1

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Cerca de Bruselas, Bélgica
Septiembre, 1814


Tristán Monroe Padalecki tarareaba una melodía mientras apuraba el paso. Estaba complacido con su astucia y su éxito. Sonreír al tararear, y no se sorprendía de poder hacer las dos cosas al mismo tiempo. Estaba convencido de que lo podía todo. Pensó en Amelie, que lo esperaba con los niños, y casi se echó a correr. Había estado ausente durante tres días, y los extrañaba enormemente. Por supuesto que extrañar a los niños no era lo mismo que extrañar a Amelie. La hermosa Amelie, que pronto sería su esposa. Había asado a sus hijos como anzuelo y, ahora lo admitía sin vergüenza, había dado resultado. Sus hijos, y el hecho de que ella no tuviera otra posibilidad de elección. No llegaba a los veinte años, estaba sola en una ciudad extranjera, tenía que pagar el funeral de su padre, y tenía que encargarse de las deudas que le había dejado. El padre de la muchacha, el barón Markham, un jugador empedernido e increíblemente desafortunado, había sido su amigo. Tristán lo había salvado no una sino muchas veces de acreedores que hubieran tomado a su hermosa hija como pago de sus deudas. Sin su consentimiento, por supuesto. Un día, se desplomó, con un fuerte dolor en el pecho. Amelie estaba a su lado; lo miraba sin entender al principio. Luego las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Vivió dos días más. Después se murió dejándola sin nada excepto sus ropas.

Pero Tristán había estado allí para ayudarla. A ella le gustaba, además amaba a sus hijos y ellos a Amelie. La invitó a vivir con él y los niños y, por supuesto, ella se negó, hasta que él cambió de melodía y le pidió que se transformara en la gobernantade sus hijos. Hacía sólo dos meses que ella había aceptado casarse con él. Para ese entonces, él le había probado que no tenía hábitos desagradables, que poseía una modesta inteligencia y algo de ingenio; y sus hijos, ángeles benditos, se habían aferrado al corazón leal y generoso de la muchacha. Amelie Tremaine. Una joven tan bella que casi dejaba sin aliento al que osaba mirarla. Y ella no tenía la más mínima conciencia del efecto que causaba en los hombres.

Su increíble cabello de miel era espeso y ondulado. Casi no le prestaba atención; lo recogía con una cinta o lo trenzaba y lo sujetaba en la nuca. Eso no importaba. Nada podía opacar su belleza. Sus ojos eran de un gris pálido, calmos y serenos, pero la calma era una máscara, una fachada construida con cuidado, él estaba seguro. Ella estaba llena de pasión, y eso se revelaría una vez que fuera su esposa. Apresuró el paso un poco más. Por Dios, cuánto la deseaba.

Ella tenía diecisiete años menos que él, pero eso no importaba. Ella se había comportado como una adulta con su padre desde hacía muchos años. Diecisiete años no eran nada. Era demasiado delgada para su gusto, pero ya se le rellenaría la figura cuando estuviera embarazada.

Suponía que su delgadez se debía a las preocupaciones: encargarse de un padre vago y fatalmente encantador. Durante cinco años vivió sin saber si habría comida para la cena o, en raras ocasiones, si debería ataviarse con diamantes y sedas para asistir a un baile. Leal, valiente Amelie. Todavía conservaba clara en su mente la imagen de ella cuando, junto con los niños, lo despidió al partir. Le habría gustado decirle que había tenido un éxito que superaba sus expectativas más alocadas, pero no podía. Amelie, él se daba cuenta, tenía un extraño sentido de la honestidad que, en ocasiones, era desconcertante, en particular si se consideraba que su padre había sido un gran estafador, aunque no hubiera tenido suerte. Por supuesto, él no tenía intenciones de contarles a sus hijos que su padre era un ladrón, no un ladrón común, porsupuesto, sino un maestro y un gran estratega. Y sin escrúpulos, al menos esta vez. Según sus cálculos, Monk y Boy debían estar bien guardados en la cárcel. En París. Lejos de él y su familia. Los sobornos habían sido abundantes, pero valía la pena, en verdad. Esos fríos ycrueles bastardos ya no lo perseguirían más. Una jugada maestra, eso era lo que había logrado ejecutar. Era el ganador y se había quedado con todo. Nunca más se tendría que preocupar por la comida y la vivienda de los niños. Podría darles a ellos y a Amelie todo lo que necesitaran.

Ya estaba llegando a la pequeña casa de dos pisos de la Avenida LaRouche. Era una calle tranquila, con álamos a los costados, respetable 10 en extremo, pero para sus nuevos gustos refinados, demasiado pobre, dado el nuevo estatus que alcanzaría.
Nada estaría ahora fuera de su alcance. A los treinta y siete años, al fin saboreaba el éxito, un éxito duradero. No había matado a nadie, ni siquiera había lastimado a alguien. Monk y Boy no contaban, Ahora era rico. Tan rico que lo costaba creer la capacidad de invención de su mente.
De pronto escuchó unos gritos a sus espaldas.

— ¡Tú, maldito bastardo! — Apenas se dio vuelta cuando el cuchillo lo atravesó en la espalda, con un solo golpe seco y profundo, no entendió qué había sucedido. Sintió un escalofrío y, pese a los temblores, apresuró el paso. Escuchó otra terrible voz y la reconoció.
Era la voz de Monk, ronca, maldita y como salida de los infiernos.
— Muy bien, viejo, pagarás por lo que hiciste, pero primero, ¿qué diablos has hecho con los diamantes?
Tristán no podía creer lo que oía, se dio vuelta con lentitud para enfrentar a su antiguo compañero, Monk Busch, un hombre que toma el aspecto de un pirata del siglo dieciocho, oscuro y malvado.
— Monk —dijo
— ¿Dónde, maldición, dónde? Boy, ¡ven aquí! ¡Ya lo agarré! De pronto Tris se desplomó y Monk vio la mancha roja que se extendía en su espalda.
— ¡Boy, maldito tonto! ¡Lo apuñalaste! ¡Idiota! ¡Te dije que tuvieras cuidado!
— ¡Deténganse! ¿Qué pasa aquí? —se escuchó una voz en francés. Monk lanzó una maldición. Era la guardia de Bruselas, Tristán gritó con todas sus fuerzas, primero en inglés, después en francés.
— ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!
El silbato se oyó fuerte y rotundo. Monk y Doy se miraran, maldijeron al unísono y echaron a correr. Tristán los miró alejarse y despacio, muy despacio, se puso de rodillas. Ojalá pudiera ver a sus hijos y a Amelie al menos una vez más.
— Amelie —susurró mientras se desmoronaba.
De pronto se dio cuenta de que tenía que contarle lo del golpe. Tenía que asegurarle que siempre habría suficiente dinero para ella y los niños. La única condición era que se acostumbrara a vivir con normas de conducta menos severas. Dios, quería verla una vez más. Pero no era posible. No podía decirle dónde buscar... El último rostro que vio fue el del joven guardia que se inclinaba sobre él.

Noche de Sombras || Jared Padalecki FanficDonde viven las historias. Descúbrelo ahora