Era el turno de ella de buscar excusas que esquivasen el tema. A él no le importaba dejarle escapar si quería. Podían hablar sobre el mar, el Piave, de fragmentos de libros o incluso de Queen. Les quedaba en común la música, los libros, los momentos, risas y sonrisas compartidas.
De camino pasaron por una tienda de flores. A él le gustaba mirar los enormes escaparates bañados por una cortina perpetua de agua que bajaba resbalando suave. Aportaba a la tienda un encantamiento y misterio, que le recordaba a aquellas películas en la que la pantalla se emborronaba para anunciar que estaban a punto de presenciar una escena en retrospectiva.
-Ojalá no hubiese dicho nada-comentó al fin.
-Fingiré que no lo hiciste nunca.
-¿Quieres decir que aún nos hablamos, pero en realidad no?
Pareció pensarlo.
-No es algo sencillo. ¿Bien?
Se colgó la bolsa del cuello y comenzaron a descender la colina.
Quince minutos antes, él estaba en total agonía, los nervios a flor de piel, los sentimientos heridos, pisoteados, triturados y pulverizados, de manera que no se podía distinguir el miedo de la ira o del deseo.
Pero en aquél momento había algo de desesperanza. Ahora que habían puesto todas las cartas sobre la mesa, el secretismo y la vergüenza habían desaparecido, pero con ellos también esa pizca de ilusión tácita que había mantenido todo esto vivo durante estas semanas.
Tan sólo el paisaje y el clima podían levantarle el ánimo en aquél instante. Lo consiguió el paseo en bicicleta juntos por aquel campo vacío, que en aquel momento del día, les pertenecía a Emma y a él, bajo un sol que comenzaba a lucir sobre los terrenos expuestos a ambos lados del camino.
Le dijo que lo siguiera, que le enseñaría un lugar que la mayoría de los turistas y foráneos nunca habían visto.
-Si tienes tiempo-añadió él, pues no interesaba avasallarle en aquel preciso instante.
-Tengo tiempo.
Lo dijo con un tono de voz poco comprometido, como si se hubiese percatado de un matiz sobreactuado un tanto cómico en sus palabras. Pero quizá ésta vez fuese una pequeña concesión para compensarle el hecho de no haber discutido lo que tenían entre manos.
Se desviaron de la carretera principal y se dirigieron al borde del acantilado.
-Éste-dijo a modo de prefacio, con la intención de mantener su interés intacto-. es el lugar donde Monet venía a pintar.
Emma observó unas palmeras pequeñas y mal desarrolladas y unos olivos nudosos, que formaban un bosquecillo.
Después, a través de los árboles, en una pendiente que iba hasta el mismo borde del acantilado, había un montículo sombreado en parte por unos pinos altos.
Dejó apoyada su bici en aquellos pinos. Ella vió a Elio imitarla y le mostró el camino hasta el muro.
-Y ahora, observa-dijo con una gran satisfacción él, como si le estuviera revelando a ella algo más elocuente que cualquier cosa que pudiese decir en defensa propia.
Una ensenada tranquila y silenciosa se abría justo debajo de ellos. No había sitio de civilización en ningún sitio, ninguna casa, ningún embarcadero, ningún barco de pesca. Más alejado, como siempre, se hallaba el campanario de San Giacomo y si esforzaba la vista, Emma se perfilaba un poco y lo notaba claramente.
-Este es mi sitio. Todo mío. Vengo aquí a leer. He perdido la cuenta de cuántos libros me he leído aquí.
-¿Te gusta estar solo?
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tis the damn season « elio perlman
RomanceEn una localidad de la costa de Italia, durante la década de los ochenta, la familia de Elio instauró la tradición de recibir en el verano a estudiantes o creadores jóvenes que, a cambio de alojamiento, ayudaran a la cabeza de la familia, catedrátic...