CAPÍTULO 2: En la Ciudad de las Luces

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El taxi recorrió muchas calles hasta llegar al centro de la ciudad. Por esa zona había muchos hoteles enormes y lujosos, pero, para mi sorpresa, habías reservado habitación en un hotel pequeño y discreto.

—Qué raro que hayas escogido este hotel, Alan.

—Para este viaje no quiero centrarme en el hotel o en otras cosas insignificantes, lo único que me importa es la compañía—dijo con una sonrisa.

—Estoy muy ilusionada, de verdad, ¿cuántos días vamos a quedarnos aquí?—pregunté con curiosidad.

—No sé qué te hace pensar que te voy a dar algún tipo de información. Sólo deja que todo fluya, créeme, merecerá la pena—respondió él con seguridad.

Bajamos del taxi, entramos a la recepción del hotel y cogimos la llave de la habitación. El hotel era pequeño pero tenía su encanto. Subimos al ascensor hasta la tercera planta y nos dirigimos al número de habitación asignado: 394. Es gracioso la cantidad de veces que nos hemos alojado en ese número de habitación. Empezamos a vaciar las maletas y a colocar la ropa en los armarios. Al cabo de un rato saliste al pasillo sigilosamente para hablar por teléfono. Me ponía nerviosa tanto secretismo pero a la vez estaba cada vez más ilusionada con todo lo que estaba pasando. Regresaste a la habitación.

—¿Qué hacías tanto rato?—le pregunté.

—Nada, tenía una llamada perdida de mi hermano y le he llamado—dijo.

—Bueno y, ¿a dónde vamos a ir a cenar? Faltan menos de dos horas—pregunté.

—Eres muy impaciente, no me sorprende. Vamos a quitarnos esta ropa arrugada del vuelo y a ponernos algo más elegante—propuso.

—Buena idea, tenía muchas ganas de quitármela—admití.

Con las prisas, no había podido ver lo que habías cogido en la maleta. Te encerraste en el baño y me dejaste la habitación libre para vestirme. No sabía exactamente a qué te referías con elegante, estaba dudando entre un vestido nuevo y unos zapatos de tacón o una blusa de flores, un pantalón de pinza negro y unas botas con plataforma. Decidí ponerme el segundo conjunto, era menos arriesgado. De repente, te vi salir del baño con un traje negro, camisa blanca y una graciosa pajarita. Pude ver cómo tus claros ojos recorrían mi cuerpo y sonreías. Sonreí también.

—Estás preciosa—me dijo.

—Tú sí que estás guapo—respondí con sinceridad.

Honestamente, él me gustaba de cualquier manera, pero el traje era mi debilidad. Al cabo de diez minutos me cogiste del brazo, bajamos del ascensor y cogimos otro taxi. Cuando bajamos del taxi pude ver un restaurante llamado Maison Rostang, con una excelente gastronomía. El restaurante estaba a apenas 3 kilómetros de la torre Eiffel, pasando por el arco del Triunfo y cruzando el río Sena por el Pont de l'Alma.

Entramos en el restaurante, tenía un aspecto acogedor: las paredes eran de madera, las mesas eran redondas con manteles blancos y copas de cristal, y del techo colgaba una lámpara muy original con pequeñas luces simulando muchas estrellas. Pedimos la cena, tenía un aspecto cuidado y bonito, pero sabía todavía mejor. Una vez más, acertó llevándome a ese restaurante. 

 

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El peso de tu ausenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora