Capítulo 20 - Ofrenda de paz

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Había recibido decenas de charlas en el colegio e instituto sobre los efectos adversos del alcohol. Sabía que, dependiendo de la persona, cierto número de bebidas alcohólicas acababa produciendo pérdida del equilibrio y la coordinación, dificultad en el control de los impulsos, confusión de la memoria y problemas en la toma de decisiones.

Tras unas horas, el alcohol consumía el agua del organismo, provocando la deshidratación. Además, irritaba el estómago, inflamaba el organismo y provocaba una interrupción en los ritmos del sueño. Así, sus efectos a la mañana siguiente podían ser: cansancio y debilidad extremos, dolores musculares y de cabeza, náuseas, dolor de estómago e incluso vómitos. Conjunto de síntomas llamados, coloquialmente, resaca. Y eso si solo consideramos que se habían ingerido unas pocas copas.

Recordaba salir de una de aquellas charlas, cuando apenas tenía 12 años, pensando que ningún efecto positivo del alcohol podría compensar los estragos que podía llegar a causar.

Y también recordaba la primera vez que había incumplido la promesa que él mismo se había impuesto. Tenía 16 años y estaba en una fiesta en casa de una chica de su clase. No era la primera vez que bebía, pero sí fue la primera vez que se veía forzado a beber más de un par de kalimotxos. No es que nadie le obligara, pero Hugo -su crush y futuro novio- estaba en aquella fiesta y no se creía capaz a entablar una conversación con él estando plenamente en sus cabales. Así que se emborrachó. Mucho.

No fue hasta el día siguiente cuando se dio cuenta de que ni siquiera el hecho de haber besado a su crush del instituto compensaba el sabor agrio de su boca tras vomitar o el martilleo continuo en sus sienes. Sobre todo porque ni siquiera se acordaba de haber besado a Hugo, fue su mejor amiga la que lo llamó emocionada a la mañana siguiente para preguntarle por cómo se sentía tras los acontecimientos de la noche y tuvo que acabar narrándole su encuentro con Hugo según lo que ella había visto desde un discreto segundo plano.

En resumidas cuentas, una resaca nunca le merecía la pena, por más que siguiera a la que él creía la mejor noche de su vida. Pero, a decir verdad, a aquella le siguieron algunas borracheras más. Eso sí, nunca con una resaca tan tan grande.

Hasta aquel día.

Ahí estaba, tirado en un colchón lleno de bultos, tapado hasta el cuello con una colcha que olía a humedad mientras trataba de despegar la lengua del paladar, ambos tan secos como una zapatilla. Le era familia el dolor de cabeza persistente y galopante, como un mazo golpeando una pared sin descanso. En cambio, no recordaba la sensación de pesadez de todas sus extremidades ni el ardor en la boca del estómago. ¿Tanto había bebido?

Se recostó de costado, dando la espalda a la ventana entreabierta. Escuchaba ruido en el pasillo y si hubiera tenido fuerza, hubiese tratado de llamar la atención de cualquiera para que le trajeran algo que le calmara aquellos síntomas que le causaban tanto malestar. Pero el cansancio le consumía, así que se limitó a tratar de volver a dormirse.

Suerte con eso, creyó escuchar justo cuando la puerta de la habitación se abrió de un golpe, chocando fuertemente contra el armario que tenía detrás.

—Ups—escuchó el vasco. Ni siquiera quiso levantar la cabeza, no sabía qué podía causar en su condolido cuerpo el hecho de que abriera los ojos y se expusiera a quién quiera que fuera esa persona. O, mejor dicho, personas.

—¡Qué burro hijo, que está de resaca!—reprendió una voz que reconoció al segundo. Si no le dolieran absolutamente todos los músculos del cuerpo, hubiera soltado una risita. Pero no se veía en la mejor situación física para hacerlo. Sin exagerar, le dolía hasta respirar.

—¡Que no me he dado cuenta!—se quejó otra voz conocida.

—Bueno ya, silencio los dos que está dormido—concluyó la última de las tres personas, una chica esta vez—Vámonos.

¿Quién es ese Juanjo? Donde viven las historias. Descúbrelo ahora