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A pesar de haberse entretenido a charlar con él, aún llegó temprano a trabajar, lo cual le dio tiempo para salir con cuidado del coche. Hoy el cartel que colgaba sobre los botones del ascensor rezaba: FALLAR NO ES UNA OPCIÓN; VIENE INCLUIDO EN TU SOFTWARE. No s
abía por qué, pero pensó que a la dirección le sentaría peor aquel cartel que el del día anterior, pero probablemente todos los pirados y locos de las dos primeras plantas lo encontrarían graciosísimo.

La oficina se fue llenando gradualmente. Las conversaciones de aquella mañana giraban exclusivamente alrededor al artículo aparecido en el boletín, divididas al cincuenta por ciento entre el contenido del mismo y la especulación sobre la identidad de las cuatro autoras. La mayoría opinaban que el artículo entero había sido producto de la inventiva del autor, que las cuatro amigas eran ficticias, lo cual favorecía estupendamente a Lali. Mantuvo la boca cerrada y los dedos cruzados.

—He escaneado el artículo y se lo he enviado a mi primo de Chicago —oyó decir a uno que pasaba por el pasillo. Estaba bastante segura de que aquel individuo no estaba hablando de un artículo del Detroit News.

Genial. Aquello se estaba extendiendo.

Como hizo una mueca de dolor con sólo pensar en tener que entrar y salir del coche varias veces para ir a almorzar, se contentó con tomar unas galletas de mantequilla de cacahuete y un refresco en la sala de café. Podría haberle pedido a Rochi o a alguna de las otras que le trajera algo para almorzar, pero no tenía ganas de dar explicaciones de por qué tenía problemas para meterse en el coche. Decir que se había encarado con un borracho sonaría a fanfarronada, cuando en realidad lo que pasó es que estaba demasiado furiosa para pensar en lo que hacía.

En aquel momento entró Leah Street y sacó del frigorífico el pulcro paquete que constituía su almuerzo. Tomó un emparedado (pechuga de pavo y lechuga con pan integral), una taza de sopa de verduras (que calentó en el microondas) y una naranja. Lali suspiró, debatiéndose entre la envidia y el odio. ¿Cómo podía gustar a alguien una persona que era tan organizada? Las personas como Leah estaban en el mundo para hacer que todos los demás parecieran ineficaces. Si lo hubiera pensado antes también ella podría haberse traído el almuerzo, en lugar de tener que conformarse con galletas de mantequilla de cacahuete y una tónica sin azúcar.

— ¿Te importa que me siente contigo? —le preguntó Leah, y Lali experimentó una punzada de culpabilidad.
Dado que eran las dos únicas personas que había en la sala, debería haber invitado a Leah a sentarse. La mayoría de la gente de Hammerstead se habría sentado sin más, pero quizá Leah se había visto mal recibida tantas veces que ya se sentía en la obligación de preguntar.

—Claro —respondió Lali, tratando de poner un poco de calor en el tono de voz—. Me encantaría tenerte de compañía.

Si fuera católica, desde luego tendría que confesarse por haber dicho aquello; era una mentira aún más grande que decir que su padre no tenía ni idea de coches.

Leah dispuso su almuerzo nutritivo y atractivo, y se sentó a la mesa. Dio un pequeño mordisco al emparedado y masticó con delicadeza, se limpió la boca, y acto seguido tomó una cucharada igualmente pequeña de sopa, tras lo cual se limpió la boca otra vez. Lali la observó hipnotizada. Imaginaba que los Victorianos debían de tener los mismos modales a la mesa. Ella tenía buenos modales, pero al lado de Leah se sentía como una salvaje.

Al cabo de unos instantes, Leah dijo:

—Supongo que habrás visto el asqueroso boletín de ayer.

Asqueroso era uno de los términos favoritos de Leah, según había observado Lali.

—Imagino que te refieres a ese artículo —dijo, porque no parecía valer la pena andarse por las ramas—. Le eché un vistazo. No lo leí entero.

—Las personas así me hacen sentir vergüenza de ser mujer.

El hombre perfecto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora