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Lali se sorprendió a sí misma escrutando a cada hombre con que se cruzaba en el trabajo ese día, preguntándose si sería el asesino. Que uno de ellos pudiera ser un asesino era algo casi imposible de creer. Todos parecían muy normales, o al menos tan normales como cualquier grupo grande de hombres que trabajasen en la industria de la informática. Había algunos de ellos a los que conocía y que le gustaban, otros a los que conocía y que no le gustaban, pero a ninguno lo veía como un asesino. A muchos tipos, en particular los de las dos primeras plantas, los conocía de vista pero no por el nombre. ¿Conocería Eugenia a alguno de ellos lo bastante bien como para dejarlo entrar en su casa?

Lali intentó reflexionar sobre qué haría ella si una persona conocida llamase a su puerta por la noche, quizá diciendo que tenía un problema con el coche. Hasta la fecha, probablemente le habría abierto la puerta sin dudar, con el único deseo de mostrarse servicial. El asesino, aunque resultara ser un desconocido, le había robado para siempre aquella confianza, aquella sensación interior de seguridad. Le había gustado creer que era consciente e inteligente, que no corría riesgos, pero ¿cuántas veces había abierto la puerta sin preguntar quién estaba al otro lado? Ahora se estremeció al pensar en ello.

La puerta de su casa ni siquiera tenía mirilla. Veía quién llamaba a la puerta sólo si se subía al sofá, retiraba la cortina y luego se inclinaba mucho hacia la derecha. Y la mitad superior de la puerta de la cocina sólo constaba de nueve cristales pequeños, fáciles de hacer pedazos; después, lo único que tendría que hacer cualquier intruso sería introducir la mano y abrir la cerradura. No poseía ningún sistema de alarma, ningún medio para protegerse, ¡nada! Lo mejor que podía hacer si alguien entraba en la casa mientras ella estuviera dentro era escapar por la ventana, suponiendo que lograra abrirla.

Tenía mucho trabajo que hacer, pensó, antes de poder sentirse de nuevo a salvo en su casa.

Se quedó media hora más de lo habitual en el trabajo, poniéndose un poco al día con el montón de papeles que se habían acumulado durante su ausencia. Cuando atravesaba la zona de aparcamiento reparó en que sólo quedaba un puñado de coches, y por primera vez se dio cuenta de lo vulnerable que era al salir tarde de trabajar, así, sola. Las tres amigas, Cande, Rochi y ella, deberían hacer coincidir sus entradas y salidas con el grueso del personal para aprovechar la ventaja que ofrecía la multitud. Lali ni siquiera les había dicho que pensaba salir un poco más tarde.

Ahora tenía muchas cosas que considerar, había peligro en cosas que antes nunca había necesitado tener en cuenta.

— ¡Lali!

Mientras cruzaba el aparcamiento, el sonido de su nombre la devolvió a la realidad, y comprendió que alguien la había llamado por lo menos un par de veces, tal vez más. Se dio la vuelta y se sorprendió a medias de ver a Leah Street correr hacia ella.

—Lo siento —se excusó, aunque se preguntaba qué querría Leah—. Iba pensando y no te he oído la primera vez. ¿Ocurre algo?

Leah se detuvo agitando sus gráciles manos y con una expresión de incomodidad en el rostro.

—Es que... simplemente quería decirte que lamento mucho lo de Eugenia. ¿Cuándo es el funeral?

—Aún no lo sé. —No tenía ganas de ponerse a explicar de nuevo lo de la autopsia—. La hermana de Euge se está encargando de los preparativos.

Leah asintió nerviosamente.

—Comunícamelo, por favor. Me gustaría asistir.

—Sí, naturalmente.

Leah parecía querer decir algo más, o tal vez no sabía qué más decir; cualquiera de las dos cosas resultaba incómoda. Por fin, tras un movimiento brusco de cabeza, dio media vuelta y se dirigió a paso rápido hacia su coche. La amplia falda le revoloteaba alrededor de las piernas. El atuendo que llevaba aquel día era especialmente desafortunado, un estampado en color lavanda que no le favorecía nada y con un leve volante fruncido en el escote. Tenía toda la pinta de ser un producto de saldo, aunque Leah ganaba un buen sueldo —Lali sabía exactamente cuánto— y probablemente compraba en buenos grandes almacenes. Simplemente carecía de criterio para vestir.

El hombre perfecto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora