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Se abrió una puerta fuera, en el pasillo. Corin se quedó petrificado, escuchando las fuertes pisadas que cruzaban el recinto. Luego se oyó el ruido de otra puerta al abrirse y cerrarse. Era alguien de mantenimiento. Si el hombre hubiera mirado en  aquella dirección y hubiera visto la puerta abierta del almacén, sin duda habría entrado a investigar.

Corin estaba angustiado. ¿Por qué no había pensado en la posibilidad de que pudiera haber algún operario de mantenimiento en las inmediaciones? Debería haberlo pensado; no h abía tenido el cuidado suficiente, y Madre estaría furiosa.

Miró a la mujer que yacía sobre el suelo de cemento, apenas visible a la luz que penetraba por la puerta abierta. ¿Respiraba? No podía distinguirlo, y ahora tenía miedo de hacer ruido.

No lo había hecho nada bien. No lo había planeado bien, y eso lo asustaba, porque cuando no hacía algo perfectamente, Madre se enfurecía. Tenía que complacerla, tenía que pensar qué podía hacer, algún modo de compensarla por los errores que había cometido.

La otra. La del pico de oro. También había cometido un error con ésa, pero no era culpa suya que ella no estuviera en casa, ¿no? ¿Lo entendería Madre?

No. Madre nunca aceptaba excusas.

Tendría que regresar y hacerlo bien.

Pero ¿qué haría si tampoco esta vez estaba en casa? Sabía que no estaba, porque lo había comprobado.

¿Dónde podía estar?

Ya la encontraría. Sabía quiénes eran sus padres y dónde vivían, sabía cómo se llamaban su hermano y su hermana, y conocía sus direcciones. Sabía muchas cosas de ella. Sabía muchas cosas de todos los que trabajaban allí, porque le encantaba leer sus archivos personales. Podía tomar nota de sus números de la Seguridad Social y de sus fechas de nacimiento, y averiguar toda clase de cosas sobre ellos en el ordenador que tenía en casa.

Era la última. No podía esperar. Necesitaba encontrarla ya mismo, terminar la tarea que Madre le había encomendado.

Depositó el tubo junto a la mujer inmóvil sin hacer ruido y salió a hurtadillas del almacén. Cerró la puerta lo más silenciosamente posible y a continuación se alejó andando de puntillas.

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El detective Wayne Satran se detuvo frente a la mesa de Peter con un fax.

—Aquí tienes el informe de la huella de zapato que estabas esperando. —Dejó el fax encima de una pila de informes y prosiguió su camino hasta su propio escritorio.

Peter tomó el informe y leyó el primer renglón: «La huella no coincide...».

¿Qué diablos? Todos los laboratorios de criminología contaban con libros o bases de datos sobre dibujos de suelas de zapatillas deportivas que actualizaban constantemente. En ocasiones, un fabricante no se tomaba la molestia de enviarles una actualización cada vez que cambiaba el modelo, o se negaba a hacerlo por motivos propios. Cuando sucedía algo así, normalmente un laboratorio compraba un par de esas zapatillas en cuestión para hacerse con el dibujo.

Tal vez los zapatos habían sido comprados en otro país. Tal vez pertenecían a una marca desconocida, o quizás el tipo era lo bastante ingenioso como para haber cambiado el dibujo con un cuchillo. Pero no creía que ése fuera el caso. Aquél no era un asesino organizado; operaba movido por el sentimiento y la oportunidad.

Hizo intención de dejar el informe a un lado, pero se dio cuenta de que era bastante largo para no decir más que un simple «no coincide». No podía permitirse pasar por alto ni un solo detalle, no podía dejar que su sentido de la urgencia lo distrajera. Así que volvió a leerlo desde el principio. «La huella no coincide con la de ningún calzado deportivo para hombre. Sin embargo, se corresponde con un modelo exclusivo que se fabrica sólo para mujer. La sección del dibujo suministrado es insuficiente para determinar el número exacto de pie, pero indica una talla probable entre el treinta y ocho y cuarenta.»

El hombre perfecto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora