VII. Enzo

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Lucio durmió boca abajo, abrazando una almohada azul, respirando con la tela pegada al rostro, tal vez el olor de su madre no se hubiera disipado aún del todo. Lo sintió al cabo de unos segundos, y sonrió. Cuando sus ojos se cerraron y el sueño lo acogió, olvidó el ardor en su espalda, y pensó que quizá mañana sería un día mejor.

Comió un chocolate, jugó con sus juguetes, se llenó de su pasta favorita y, al finalizar, se sentó en el sillón frente al televisor, recostando la cabeza en el regazo de su madre. Una canción le fue tarareada, una caricia en su espalda curó sus heridas. Ese sueño, se repetiría durante los siguientes meses, y para Lucio, eso estaba bien, porque eso le daba fuerzas.

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La Malagueña está sonando en el departamento, sus notas dramáticas se deslizan por debajo de la puerta. Celia nunca mostró interés o apego por la música tradicional de su país, pero si por azares del destino se reproduce una canción de ese género, se le alegrará el día y, su corazón, nacionalista como el de todo mexicano, bailará de emoción.

Ha llevado un duelo profundo en los días pasados, por eso, la perspectiva de imaginarla bailando, libre y tranquila, por primera vez en lo que podría sentirse para ella como una eternidad, resulta reconfortante. Me remonto a los meses pasados, en aquellas mañanas de los fines de semana en las que poníamos música de fondo en la casa, y pasábamos las primeras horas del día haciendo tareas domésticas que, por alguna razón, nos proporcionaban más placer que nuestras salidas más extravagantes.

Hoy es el quinto día que Celia pasa fuera de nuestro hogar, y el primero en que, al parecer, se permite usar para sí misma dentro este departamento. Desde el domingo, su mente estuvo en el cementerio, girando en torno a despertar, cubrir sus necesidades básicas —o a veces ni eso, considerando que tuve que asegurarme de llevarle comida en algunas ocasiones—  e ir a visitar los restos de Rogelio, su padre.

La sola idea de romper con esta paz, que apenas está construyendo, y que además le está demandando todo su esfuerzo y dedicación, me pesa más de lo que creí posible. Por ello, me veo incapaz de tocar la puerta que me separa de ella. Cuando miro a los lados, los pasillos brillosos y modernos de este complejo de departamentos, se me figuran más a un escape muy tentador.

Alzo la mano en un puño y, cuando estoy a punto de hacer contacto con la madera, me detengo, como si la superficie fuera a quemarme. Lo intento un par de veces, pero en todas fallo y comienzo a maldecir en voz baja. Me paso las manos por el cabello, acomodándolo detrás de la oreja. Mi nerviosismo —que es tanto que es casi palpable— no me permite permanecer quieto. Quizá, si bajo a la planta baja, donde está la cafetería, y traigo algún postre, mi visita podría interpretarse más como un gesto de cortesía y menos como el augurio de malas noticias, que, sin duda alguna, debo traer impreso en el rostro.

𝐅𝐮𝐢𝐦𝐨𝐬 𝐭𝐨𝐝𝐨 || ᴇɴᴢᴏ ᴠᴏɢʀɪɴᴄɪᴄDonde viven las historias. Descúbrelo ahora