VIII. Celia

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En la televisión, un hombre es flagelado. Se sostiene de cadenas y aprieta el cuerpo con cada azote, intentando que el alma no se le escape. Antaño, los héroes a los que Lucio quería imitar llevaban capa y volaban; ahora, encuentra un héroe distinto, uno que sí se parece a él. Lo decide entonces: la próxima vez no llorará ni gritará; la próxima vez mantendrá los ojos abiertos, apretará la boca y tensará el cuerpo.

Porque en el silencio, hay una protesta.

Puedes mutilar mi carne, pero ya no te permito quebrarme el alma.

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Enzo me lo advirtió: lo que la atención podría hacernos, lo incómodos que podríamos sentirnos. "No es como hace dos años", me dijo. Y tenía razón. Me sorprende lo insensata que he sido, creyendo que, por haberme quedado estancada en el pasado, el mundo retrocederá y me seguirá el ritmo. Con la respiración agitada, el sudor amenazando con bañar mi cuerpo y varios pares de ojos aplastandome, me golpea una realidad que me había sido gritada en las últimas semanas y a la que, descaradamente, hice oídos sordos: el mundo ha cambiado.

Ya hemos estado aquí, en esta misma plaza. Di Alfredo está a un lado de la cafetería, a escasos metros, pero es innegable que son lugares muy distintos, no solo por el giro del negocio, sino por la protección. La semana pasada, Enzo y Alessandro —el gerente de Di Alfredo— desplegaron un manto de irrealidad, del que yo no fui consciente sino hasta ahora.

Aquel día nos bajamos en una zona privada del estacionamiento, pero hoy, cuando bajamos del auto, estamos a la vista de todos. Esta no es la Ciudad de México, con sus actores de telenovelas paseando en Polanco o Del Bosque; las personas no están acostumbradas a Enzo, ni tampoco a mí. Cosa extraña, considerando que llevamos un año residiendo en Querétaro.

Tuvimos un reflector encima desde el minuto uno. Enzo apenas estaba ayudándome a descender del auto, y ya habían ojos puestos en nosotros. La última vez, elegimos un horario discreto; hoy, estamos a plena vista. Hay familias, grupos de jóvenes, personas en el descanso del trabajo. Es perfecto para mi plan, pero un golpe certero a mi tranquilidad. La cafetería no está preparada para recibirnos. En Di Alfredo priorizan nuestra privacidad y una exposición mínima al resto de comensales, sin que lo pidamos; aquí, nos dan una mesa para cuatro en la terraza, junto a otras diez mesas, todas llenas.

Cada uno de mis movimientos desencadena una reacción. Al inclinarme para beber café, un par de celulares se levantan; cuando el mesero se acerca para tomar nuestra orden, otros comensales le hablan para que les sirvan lo mismo que hemos pedido; cuando Enzo se inclina para susurrar en mi oído, los murmullos y las fotografías aumentan.

𝐅𝐮𝐢𝐦𝐨𝐬 𝐭𝐨𝐝𝐨 || ᴇɴᴢᴏ ᴠᴏɢʀɪɴᴄɪᴄDonde viven las historias. Descúbrelo ahora