Gabriela suspiró audiblemente en su habitación, aunque en ese momento no había nadie a su alrededor que escuchara sus lamentos. De todas formas, no pensaba que desahogarse con alguien fuera buena idea. Lo había hecho con su hermana y ya tenía una guillotina sobre su cabeza como resultado.
« Bueno, eso es lo que sucede cuando te gustan las cosas prohibidas, siempre van a intentar detenerte »
Bufó ante el reproche de su consciencia. Odiaba que intentara hacerse la digna, cuando ambas decidían espiar a Nicolás juntas. ¿O esa sería su inconsciencia? Bah, daba igual.
No es que fuera estúpida, aunque lo pareciera a veces. Sabia la diferencia entre lo que estaba bien y mal; y era más que obvio su enamoramiento con Nicolás Oviedo estaba mal a niveles catastróficos. No solo porque era mayor que ella por diez años, la forma en la que todo había empezado era lo peor; todo empezó con mentiras.
Un pequeño truco utilizando un perfil falso para ayudar a su hermano mayor se le salió de control y había acabado enamorándose de quien no debía. Pero siendo sinceros ¿Podía evitarlo? Nicolás era como un príncipe de cuento de hadas, alto, rubio, guapo. Vale, que era papá luchón y a veces tenía unos temas de conversación dignos de un abuelo de ochenta años que lucho en dos guerras, pero seguía siendo encantador. Dulce, atento, gentil, educado.
Volvió a suspirar al pensar en él. No es que pensara que ella era madura para su edad, sus acciones demostraban de sobra que no lo era, pero si era más inteligente que la mayoría de los chicos de su edad. Tenía una memoria prodigiosa y habilidades que pocas personas tenían. Especialmente con los ordenadores. Como le gustaban los ordenadores.
Nicolás no encontraba esa afición agradable.
Su cara de decepción al verla en persona aún le carcomía por dentro. Aunque lo que más le dolía era su rechazo, su amable rechazo. Todavía recordaba sus palabras cuando lo visitó mientras estuvo hospitalizado por una herida de bala. Esos días todavía estaban frescos en su cabeza, a pesar de que había pasado bastante tiempo.
« Gabriela, tengo que ser sincero contigo — empezó con un tono suave, casi paternal, en cuanto se sentó a su lado, luego de dejar en la mesita de noche de la habitación unas flores y unas galletas caseras que su hermana y ella prepararon juntas —eres una chica preciosa e inteligente y sé que en el fondo sabes que esto que sientes por mi es solo una ilusión propia de tu edad. Estoy seguro que encontrarás un chico adecuado para ti. Así que agradecería, por favor, que no te vuelvas a acercar a mí, al menos no a solas ¿vale? No es adecuado, para ninguno de los dos »
Lo único que pudo hacer fue simplemente asentir y levantarse de aquella silla arrastrando los pies para salir de aquella habitación en total silencio. Podía sentir sus ojos en la espalda, sin embargo, no se había atrevido a verlo de vuelta. Echarse a llorar frente a él hubiese sido el colmo de la vergüenza.
Solo se puso a llorar en cuanto llego a casa y cerró la puerta de su cuarto. Bueno, decir que lloró era quedarse corto, el término correcto para lo que hizo ese día seria berrear; sollozos fuertes, mocos, babas, pataleos, balbuceos y todos los efectos artísticos y musicales que acompañan un drama de tal nivel. Ese mismo día confesó todo a su hermana gemela, ya que había entrado al cuarto para preguntar porque demonios chillaba como si estuviera poseída.
El regaño posterior seguía dándole dolor de cabeza de tan solo acordarse.
Ella cumplía con su parte al pie de la letra. No se le acercaba al menos que su madre se lo ordenara y sus órdenes solían ir ligadas exclusivamente a cosas referentes a la escuela. Él evitaba verla a la cara cada vez. Como desearía que la mirara, aunque fuera un momento.
Pero no lo hacía, le debía dar crédito; el tipo era sensato. Al contrario de ella, que si lo miraba, quizás demasiado. En su defensa, le prohibieron acercarse, no observarlo. Estaba cumpliendo su palabra, aunque su hermana dijera que no y le jalaba las orejas cada vez que la pillaba. Suspiró por tercera vez, es que era imposible para ella ignorarlo con su andar elegante y su sonrisa de comercial, ni hablar de las veces que llevaba a su hija Marilyn a la escuela con él. Se le caían las babas al verlos juntos. Era hermoso ver lo unidos que eran, y ella se moría por ser parte de esa unidad.
Era raro tener deseos de ser madrastra a su edad. ¿Qué podría enseñarle ella a una niña de siete años? Cuando Marilyn nació, ella tenía diez años. Otra razón más para que lo suyo con Nicolás fuera imposible... bah, tenía que ser lógica, siempre fue imposible.
Entonces ¿Cómo dejaba de estar enamorada de él?
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Los hilos del destino
RomanceEl amor y el pasado son cosas de las que no siempre se puede escapar. (BORRADOR) Prohibida la copia total o parcial de esta obra.