Carlos Saavedra observo los papeles frente a él sin realmente ser capaz de fijarse en las palabras que estaban escritas en los mismos. Con un bufido de frustración volvió a lanzarlos sobre el escritorio, era inútil.
Total y absolutamente inútil.
Tenía meses sin ser capaz de concentrarse, ni de pensar con total claridad. Por más que intentara despejar su mente, pensar en otras cosas, pasar tiempo con sus amigos, su familia, con su esposa... siempre acababa en pensando en la misma cosa o mejor dicho, la misma mujer.
Doce años.
Doce años desde la última vez que la había visto. Siete de esos doce años paso buscándola como un maldito demente, dispuesto a todo por ella. Dispuesto a divorciarse, dispuesto a dejarlo todo. Trabajo, familia, lo que fuera. Estaba dispuesto a rogarle de rodillas, a arrastrarse para conseguir su perdón, cualquier cosa con tal que se quedara con él. Cualquier cosa.
Los siguientes cinco años fueron diferentes. Aunque le había dolido con toda el alma, se obligó a guardar aquellos momentos intensamente apasionados en un rincón de su mente. Se obligó, por una puñetera vez, a ser el esposo que Fernanda se merecía.
No iba a negarlo, a veces pasaba por su mente. Especialmente por las noches; se revolcaba en sus recuerdos, deseándola, sintiéndose pleno... queriendo con todas sus fuerzas que la mujer que dormía a su lado fuera ella y no su esposa. Su cariñosa esposa.
Sobraba decir que se sentía como un hijo de puta total al día siguiente.
No podía decir que su matrimonio era malo, porque no lo era. No se sentía agobiado, no se sentía acorralado. Fernanda y él siempre habían funcionado bien juntos, tanto en la universidad, como en el trabajo. Se llevaban bien, tenían maneras similares de pensar, frecuentaban al mismo tipo de personas. Sus gustos eran similares, las mismas comidas, los mismos colores, incluso, al momento de hacer el amor, parecían encajar bien. Todo parecía encajar bien.
Cuando le pidió matrimonio nadie pareció sorprendido. Habían sido novios desde la secundaria, jamás pelearon por nada, su familia la adoraba, se llevaba bien con sus hermanos. Ambos eran jóvenes con trabajos estables, era el momento perfecto. Todo era perfecto, todo seguía siendo perfecto.
Demasiado.
Cualquiera diría que tenía un serio problema mental al escucharlo. Después de todo, tenía todo lo que cada persona deseaba, un compañero perfecto, la media naranja, la mitad faltante, el otro extremo del hilo rojo. ¿Por qué quería a otra mujer?
Ni siquiera él estaba seguro de ello. Paso años enteros pensando en ello, jamás llego a ninguna conclusión, quizás su cerebro estuviera mal, alguna neurona no funcionaba bien o algo así. Quizás necesitaba una lobotomía para poder empezar a apreciar lo que tenía enfrente y dejara de anhelar lo que nunca debió haber deseado en primer lugar.
¿Por qué tuvo que volver a aparecer?
Era como si el destino se quisiera burlar de él. Restregarle que lo que busco por tanto tiempo seguía ahí, en la misma ciudad que él, sin que lo supiera. Igual de bella que siempre, con su piel morena y su cabello oscuro, acompañada de su personalidad vibrante, fuerte, misteriosa.
Restregarle que vivía de entregarse a otros hombres. Otros hombres que no eran él.
Se arrepentía de haber sido tan necio en su insistencia de saber a que dedicaba. Cuando la pobre novia de su hermano finalmente escupió que ella era una prostituta, usando el termino dama de compañía para hacerlo ver menos horrible de lo que era, se había puesto energúmeno. Tan energúmeno que tuvo que salir de la habitación como alma que lleva el demonio para poder tranquilizarse, ya que sentía que podía gritarle al primero que se le pasara por el frente.
Y no iba gritarle a Isabela, la pobre pequeñaja apenas se estaba recuperando de un montón de basura y lo que menos se merecía era que su estupidez le cayera encima como un yunque. Además de que estaba el claro hecho de que Adrián le arrancaría las pelotas si se atrevía aunque fuera a mirarla mal. Era muy sobre protector... y un poco histérico.
Joder, como lo envidiaba.
No era su histeria lo que envidiaba, por supuesto. Envidiaba el hecho de verlo tan feliz y satisfecho con su vida; le envidiaba el brillo en los ojos cada vez que hablaba sobre la nueva casa de una sola planta que había comprado, de los electrodomésticos especiales, o de los planes de la boda. Nadie paraba de hablar de la boda, últimamente.
Jugueteó con el anillo en su mano, era un sencillo aro de plata, sin adornos, ni nada escrito. Como siempre, Fernanda y él coincidieron que llevar algo demasiado ostentoso era innecesario. Además, el anillo de compromiso ya había cumplido con el estándar, era enorme, con un diamante gigante. ¿Para qué más?
Bajo esa pequeña frase vivía su vida ¿para qué más? Se suponía que ya tenía todo lo necesario, se suponía que debería estar satisfecho, se suponía que ya debería estar pensando en tener hijos. Formar una familia, continuar con el apellido, darle nietos a sus padres, ya saben, lo correcto.
La sola idea de tener un bebé lo ponía a temblar.
Siempre que su esposa intentaba sacar el tema a la luz, él lo evadía de alguna forma; «Es demasiado pronto, no estamos listos» «Un bebé ahora no es buena idea» «No es el momento»
Nunca iba a ser el momento. Lo sabía a la perfección, no era estúpido; solo un cobarde. Solo un cobarde por no hablar con claridad cuando debió hacerlo. Por no admitir que estaba enamorado de otra y por seguir adelante con una boda que desde un principio no quería.
Por haber permitido que ella lo mirara casarse con otra. Por no cancelar todo y correr tras ella como debió hacerlo desde un principio. Quizás todo hubiera sido distinto, quizás... solo quizás, ninguno de los dos habría caído tan bajo como estaban ahora.
Aunque claro, él no vivía de tener sexo con otras personas, pensó.
Carlos era un editor de libros exitoso, muy exitoso. Vaya consuelo, que lo abrazara un cactus podría ser mejor, o que le dieran una caricia en la espalda con una tabla con clavos también era buena idea. Unas palmaditas en la cabeza con un ladrillo podrían ayudarlo también, ya que estaban en ello.
Cuando un hombre pensaba en ese tipo de cosas quería decir que ya había tocado fondo ¿no? O más abajo del fondo, quizás el subsuelo tenía sótano, solo bastaría con averiguarlo.
El punto era ¿quería arriesgarse a averiguarlo?
Tenía que ser sincero consigo mismo, a totalidad; no iba a estar tranquilo hasta que hablara con Julia sobre todo lo ocurrido. De hecho, tenia años sin estar tranquilo realmente, solo era como si hubiera puesto ese problema en espera en algún rincón de su mente mientras hacia otras cosas, nada más. No había olvidado nada.
Absolutamente nada, pero ella sí. Y tuvo la total amabilidad de decirlo en la cara, pudo haberlo pateado en las pelotas también para completar el golpe, pero solo le dio la espalda y volvió a donde todos celebraban felices. Cabe recalcar que la patada en las pelotas lo habría dejado con algo de orgullo, al menos.
No pisoteado como escalera de metro. Que era tal y como había quedado. Sucio, triste, desatendido y olvidado por el gobierno.
Vale, ya estaba cayendo en el drama y la autocompasión.
Era hora de despertarse, tomar acción. No sabía cual ni estaba seguro si era buena idea. ¿Pero que podría perder? Era claro que ya no podía quedarse sentado trabajando como si no estuviera pasando nada, ni siquiera era capaz de mantener el culo quieto en la silla, tampoco podía seguir volviendo a su casa cada noche para fingir que nada estaba pasando, no era justo; ni con él ni con Fernanda, tampoco con su familia. Tenía que hacer algo de una buena vez por todas.
Que dios lo ayudase, porque lo iba a necesitar.
ESTÁS LEYENDO
Los hilos del destino
Roman d'amourEl amor y el pasado son cosas de las que no siempre se puede escapar. (BORRADOR) Prohibida la copia total o parcial de esta obra.