Me desperté y abrí los ojos lentamente. La cabeza me daba vueltas y un fuerte pitido me atravesaba el oído de un lado a otro. Miré a mi alrededor con dificultad. Estaba recostada sobre una cama de hospital, rodeada por cuatro paredes blancas que conferían a la habitación un aspecto plano y aburrido. A mi izquierda había una pequeña mesita con cajones, y, justo al lado, una ventana con la persiana bajada. A juzgar por la tenue brecha de luz que se colaba por debajo, debían de ser las seis o las siete de la mañana, y afuera un nuevo día estaba por comenzar. Más adelante la habitación se ensanchaba y daba a la que supuse que era la puerta de entrada. Me fijé en un pequeño cuadro que había colgado en la pared. Era el dibujo de un girasol pintado con acuarelas.
Traté de recordar cómo había llegado allí, pero todos mis esfuerzos fueron en vano; los sucesos de la última semana se habían desvanecido de mi mente, que ahora era como un lago vacío. Cerré los ojos con fuerza, y al volver a abrirlos me di cuenta de que estaba conectada a un aparato cuadrado con botones mediante un montón de tubos que salían de mi brazo. A otras personas quizás les hubiese dado asco o mareo, pero yo estaba acostumbrada a las agujas y pinchazos. Me diagnosticaron diabetes de tipo 2 a los siete años.