Second Reflection.

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En la vasta lejanía, más allá de las resplandecientes puertas del paraíso, una reunión de guerreras celestiales escuchaba con fervor el discurso de Adam. Estaban listas para emprender el descenso hacia el infierno y llevar a cabo su sagrada misión. Vestir el uniforme, la máscara y empuñar la lanza había sido motivo de gran orgullo; pero en esta ocasión, esos símbolos de su divina investidura despertaban una gran ansiedad ante los actos que debían perpetrar y los inciertos sucesos que se desencadenarían.

Cuando el portal se entreabrió, una oleada de poder celestial inundó sus sentidos, y sus alas, majestuosas y etéreas, se desplegaron con gracia, impulsándola con una velocidad sobrenatural hacia la entrada junto a sus hermanas exorcistas. Sus dedos se cerraron con determinación alrededor del mango de la lanza, el palpitar de su corazón resonando con el llamado del deber. Al cruzar el umbral, el aire se volvió viscoso y pesado, filtrándose con dificultad a través de su máscara. La tentación de arrancársela y llenar sus pulmones con una bocanada de libertad era casi irresistible, pero la disciplina y el honor le prohibían tal desobediencia. En su lugar, cerró los ojos y se concentró en cada inhalación y exhalación, buscando la serenidad en medio del caos.

Con la calma recuperada, se lanzó en un vertiginoso descenso, su figura cortando el aire como una flecha divina. Junto a sus hermanas, formaban una imagen imponente, ángeles de la justicia descendiendo sobre los pecadores que, presas del pánico, intentaban en vano escapar de su inminente final. Cada movimiento era preciso, cada decisión, irrevocable; eran la encarnación de la justicia divina, y su deber era inevitable, forjado en el mismo momento de su creación celestial.

El sonido metálico resonó con una claridad escalofriante, como el tintineo de una campana en la quietud de la noche, al perforar la piel y la carne del pecador, cuya silueta distorsionada recordaba a la de una cabra. Aquel sonido se incrustó en su conciencia, vibrante y constante, como una alarma implacable que la sacudía, arrastrándola de los vestigios de un sueño inquietante. Por un breve momento, sus extremidades se rindieron al temblor, la debilidad se apoderó de sus rodillas mientras retiraba la lanza del cuerpo aún cálido del alma condenada. La sangre carmesí brillante y viscosa, había teñido la punta de su arma, escurriendo sin resistencia del acero celestial, como si el propio metal rechazara la mancha de la mortalidad. Contempló el cadáver, de cuyas heridas brotaba un torrente carmesí, para evitar que su mente se ahogara en un mar de incertidumbres, apartó la vista hacia el horizonte. Allí, sus hermanas daban fin a la existencia de otro pecador, antes de lanzarse tras más almas condenadas, en un esfuerzo desesperado por maximizar el número de bajas. Esta siniestra coreografía era la repetición de una realidad que deseaba abandonar, pero era su obligación, el motivo de su existencia.

El caos de una población en desgracia no podía ignorarse; los sonidos cotidianos se ahogaban ahora por los gritos, sollozos y súplicas desgarradoras de pecadores desdichados que carecían de refugio o que estaban en el lugar y momento menos oportunos. Surcando los cielos en busca de su próxima presa, observó cómo dos de sus hermanas acorralaban a una pareja de pecadoras. Una de ellas protegía a la otra con desesperación, utilizando sus brazos como si fueran un escudo, implorando una y otra vez clemencia para evitar el daño inminente. La pecadora tras ella vertía lágrimas, rogando por su libertad, por una oportunidad de escapar de su fatídico destino. Aquella escena avivó la semilla de duda que yacía latente en lo más recóndito de su ser; sus sospechas se confirmaban ante sus ojos: los pecadores tenían seres que se preocupaban por ellos. No podía nombrar ese sentimiento como amor, pero sí reconocía en él una forma de protección, un vínculo que desafiaba su comprensión, antes de que pudiera siquiera procesar lo que acontecía en su mente. Con una eficiencia despiadada, sus hermanas extinguieron la existencia de ambas pecadoras y se alejaron a gran velocidad.

Se aproximó para contemplar la escena final: ambos cuerpos yacían en el suelo, uno al lado del otro, una pecadora con la inocencia de un cordero y la otra con la fiereza de un halcón, ambas inertes, sus manos entrelazadas en un último gesto de unión. La sangre que emanaba de sus heridas se fundía en el suelo, entremezclándose en una irónica representación de su conexión, un amor que parecía trascender su condena. Espera... ¿Amor? Era indiscutible, -solo podía ser amor-. No existía otra explicación para el acto de proteger a otro ser con tal devoción, sin un sentimiento tan profundo y poderoso. Esta revelación tornaba la escena aún más desgarradora y atroz, pues las heridas mortales infligidas por las armas celestiales se encontraban en sus pechos, justo en el lugar donde los humanos albergaban su corazón. Ese órgano, que tantos asociaban con el amor, ahora era el epicentro de una tragedia sin nombre. Las náuseas la invadieron al darse cuenta de que habían asesinado a dos almas cuyo único delito ante sus ojos, parecía ser amarse, una "atrocidad" carente de cualquier vestigio de maldad.

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