Aegon permanecía en calma, observando los ágiles movimientos de Aemond y Ser Criston, quienes luchaban amistosamente.
Sabia que Jacaerys se preparaba arduamente para el desafío que tendría contra Aemond.
¿Cuántas posibilidades tendría Jacaerys de ganar contra Aemond? Era una pregunta que rondaba en su mente mientras veía la intensidad del combate amistoso entre el hombre que consideraba un padre y su hermano.
Habian decidido que el combate se llevaria acabo sin darle un momento para protestar o negarse, como si fuera alguna clase de premio.
Aegon sentía que se desvanecía del coraje, pero recordó el juramento que hizo el día que su madre lo golpeó hasta hacerlo sangrar.
Soportaría, aguantaría todo, y al final seria el quien ganaría.
No podía ser débil.
Sabía que el final llegaría de todas formas, pero ahora más que nunca, tenía que pensar fríamente en cada uno de sus movimientos.
Debía encontrar la manera de sobrevivir incluso cuando se desatara el dilema de la sucesión en el trono, porque apartir de ahí cada paso que diera podía ser su último.
Aegon observaba que a medida que Aemond se movía con gracia y ferocidad en la arena, era evidente que poseía una habilidad excepcional con la espada.
Cada movimiento de Aemond era fluido y calculado, ejecutado con una precisión mortal. Su destreza en el manejo de la espada era asombrosa, combinando una técnica impecable con una fuerza bruta que dejaba sin aliento a quien fuera su oponente.
Pero más allá de su habilidad física, lo que realmente destacaba en Aemond era su actitud salvaje y despiadada en el combate.
Sus ojos brillaban con una intensidad feroz mientras se lanzaba hacia adelante con una determinación inquebrantable.
No había miedo en sus movimientos, solo una sed de victoria y una sed de sangre que lo impulsaba hacia adelante.
Aemond era como una bestia en la arena, desatando todo su poder con una furia incontrolable que siempre hacía temblar a sus adversarios.
Aegon sabía que con Aemond como esposo, tenía una fuerza formidable a su disposición.
Admiraba la habilidad y la ferocidad de su hermano, si su madre quería que él ocupara el trono, necesitaría a alguien como Aemond a su lado para asegurar su supervivencia y su ascenso.
Aemond seria capaz de ser un matasangre con tal de mantenerlo con vida y a salvo.
Aegon no pudo evitar sentirse orgulloso y satisfecho al ver la dedicación y la ferocidad con la que Aemond se entrenaba.
La relación entre ellos se había fortalecido después de su conversación, y Aegon sabía que podía contar con Aemond para cualquier cosa. Sin embargo, también entendía que tenía que mantener a Aemond bajo su control, manipularlo cuidadosamente para asegurarse de que siempre estuviera de su lado.
Aemond se detuvo un momento, su mirada buscando a Aegon entre la multitud que observaba el entrenamiento. Cuando sus ojos se encontraron, Aemond le dedicó una ligera sonrisa, que Aegon correspondió con un gesto de asentimiento.
Aegon decidió acercarse, caminando con elegancia y seguridad hacia el campo de entrenamiento.
Los soldados y caballeros se apartaron respetuosamente a medida que avanzaba, reconociendo su presencia.
–Aemond –llamó Aegon, su voz suave pero firme.
Aemond se giró inmediatamente al oír la voz de su prometido, bajando su espada y caminando hacia él.