2. Mi nombre es Dionisio

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Todavía le quedaba bastante estrés por enfrentar. Los días siguientes serían duros. Al menos, el camión de mudanza había partido el día anterior cargado de muebles nuevos todavía envueltos en plástico y toda la ropa que había acumulado los últimos años. El vehículo iba con destino a Valle Milagroso, la ciudad cerca de las elevaciones geográficas que se recortaban contra el cielo de manera majestuosa. Dionisio se subió a su Jeep Renegade gris y aferró sus manos en el volante para que estas dejaran de temblar. Tenía que tranquilizarse. Se negaba a usar ansiolíticos. Le parecía espantoso que sus colegas recomendaran vida sana a sus pacientes y que en la privacidad de sus vidas aprovecharan las muestras gratis y la facilidad para conseguir esos medicamentos y las consumieran como si fueran caramelos ante cualquier situación de nervios o para dormir. Él sabía de dos ex compañeros que lo hacían.

A través del vidrio oscuro de su auto observó la casa de dos pisos y tejados rojos que había compartido con Carolina durante tres años hasta que un día no soportó más la tormenta que estallaba dentro su pecho exigiendo desatarse con fuerza y decidió contarle su verdad. Hacía un mes que su vida se había ido al demonio, poniéndose patas para arriba. Pero suponía que era lo que sucedía cuando no estabas viviendo en la verdad y te quedabas en las sombras. Era como intentar detener un gran torrente de agua en una represa, tapando las grandes grietas con cinta adhesiva. Sus padres y su hermano Franco no le hablaban desde aquel momento en que esas palabras abandonaron sus labios. Solo Jerónimo, uno de sus amigos que había decidido no abandonarlo en ese mal momento, había sido de ayuda. Había entregado su Curriculum en una clínica de salud privada de alta complejidad que había abierto sus puertas en la ciudad donde comenzaría su nueva vida. Allí vivían alrededor de cien mil personas. No podía dimensionar eso. Él estaba acostumbrado a la gran ciudad capital con su millón y medio de almas rondando por todos lados, el bullicio de los parques y el ruido de los autos en las grandes avenidas. Sus ojos azules contemplaron la casa una vez más, las macetas llenas de flores rojas y notó que la cortina en la ventana de su habitación en el primer piso volvía a su lugar. Ella debía estar observándolo, asegurándose de que se fuera y echándole una maldición por el daño que le había causado. Sin embargo, no podía culparla. Que tu novio de tres años te dijera que siempre había sido homosexual y que recién a los treinta y cuatro años había encontrado el valor para reconocerlo, no debía ser la mejor de las noticias para una mujer. Debía sentir que había desperdiciado su vida a su lado. Sus sueños e ilusiones de formar una familia se habían desvanecido como la niebla matutina cuando el sol decidía brillar con fuerza. Se merecía el odio eterno de Carolina sin duda alguna.

—Si tan solo supieras lo que se siente —susurró sintiendo que sus ojos comenzaban a arder y ya sabía lo que venía después de eso; el llanto desconsolado. Algo que descubrió luego de decir por primera vez que era gay. No había llorado tanto como esa vez. Pasó una mano por sus rulos oscuros, tomó una bocanada de aire y aceleró para alejarse de una vida que ya no le pertenecía. Aun cuando era su mejor enemigo y se torturaba de forma implacable con lo que había hecho, un cosquilleo había estado presente en su pecho desde que pudo asumir lo que era en verdad. Le pareció ver el mundo y las cosas que lo habitaban con otro brillo. Observó todo con una emoción que pensó que solo estaba reservada para los jóvenes que descubrían lo excitante que podía ser el mundo por primera vez. Puso algo de música y se obligó a prestar atención a la ruta. Los edificios comenzaron a desaparecer y el verde lo inundó todo a ambos lados de la carretera. El campo era salpicado por lagunas de agua estancada y ovejas tan blancas como el algodón, pastaban con total tranquilidad esa mañana. El sol con dedos frágiles escalaba el cielo para traer a la luz las cosas que estaban ocultas cuando la noche llegaba.

No tendría que hacer un viaje tan largo. En tan solo tres horas estaría en su nueva ciudad. Se dio cuenta de ello cuando la geografía comenzó a cambiar. Los campos se transformaron en valles y la ruta como la espina de un dragón pareció ascender. Escaló ese lomo pronunciado viendo las cimas de Valle Milagroso y el asfalto descendió abruptamente para darle la vista más hermosa que había tenido en los últimos tiempos. La ciudad estaba encerrada por los altos cerros que cambiaban de color a medida que avanzaba y el sol se volvía más fuerte.

Jerónimo le había conseguido una bella casa alejada del centro de la ciudad. Su patio trasero tenía como vista los altos cerros. No se creía merecedor de tanto. El cartel de bienvenida estaba a un lado de la ruta. Era una torre de roca gris con un letrero de madera. Se vio obligado por el sistema GPS a transitar por el centro de la ciudad un rato. El lugar era pintoresco. Las construcciones allí no eran muy altas y los rascacielos no existían. Cruzó junto a una plaza central con su fuente de agua en el centro. En frente a ella había una iglesia de cúpulas azules en sus dos torres y otros edificios antiguos. Se alejó un poco más, tomando la ruta que lo conduciría a su barrio y el rostro de Carolina se le vino a la mente como una aparición. ¿Cómo podía haberle hecho eso por tanto tiempo? ¿Cómo podía haberse hecho eso a sí mismo? Pretender e inventar historias se había vuelto tan cansador.

—¡Mierda! —exclamó justo cuando sus ojos notaron que un semáforo en lo alto se volvía rojo. Esa zona parecía más despoblada y no había nadie más en la calle. Hasta que se dio cuenta de que sí había alguien. Su enorme auto había tocado la rueda trasera de una bicicleta y el hombre que iba montado en ella salió despedido por el aire para caer sobre el asfalto—. ¡Dios mío! ¡Qué idiota soy!

Con el corazón latiendo fuerte en su pecho se apresuró a bajar del Jeep. La bicicleta estaba tumbada en el suelo y la rueda trasera seguía girando en una eterna ronda como un carrusel. El muchacho que había atropellado estaba en cuatro patas tratando de ponerse de pie.

—Lo siento mucho. Juro que no te vi. Dime dónde se encuentra el hospital más cercano y te llevaré ahí. Mi nombre es Dionisio Reyes. Soy doctor. Déjame observarte. Aunque sería mejor ir a una clínica —dijo, notando que sus palabras salían atropelladas. El otro levantó el rostro lleno de confusión hacia él. Su cara era enmarcada por un cabello castaño revuelto y lo miraba con ojos de color miel sin saber qué decir. Debía estar abrumado por el golpe. Sus manos estaban ensangrentadas y estaba seguro de que sus jeans estaban rotos en el área de las rodillas y ellas estaban cubiertas de sangre también. Hubiera creído que no existía un nivel más alto de culpa. En ese momento se dio cuenta de que estaba equivocado. Observando el rostro del otro hombre se dio cuenta de que por poco y lo había lastimado de forma grave. No estaba seguro de eso todavía. Lo único que sabía es que podía odiarse a sí mismo todavía un poco más.

Solo toma mi manoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora