Paz

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Caminar por la colonia fue una experiencia abrumadora.

Cada paso que daba, sentía una extraña mezcla de asombro y temor, como si estuviera cruzando hacia un sueño que se había vuelto inquietantemente real.

Las calles, tan pulcras y perfectamente pavimentadas, parecían más propias de un escenario de película que de un lugar habitado por personas reales. Los edificios, altos y relucientes, se erguían bajo la cúpula que rodeaba la ciudad, reflejando en su pantalla una luz similar a la del sol.

A medida que avanzaba, observaba cómo una variedad de vehículos, desde motocicletas hasta elegantes patines y bicicletas eléctricas, se deslizaban sin esfuerzo por las calles. Incluso había algunos autos que parecían fusionarse perfectamente con el entorno gracias a su tecnología completamente eléctrica.

Y finalmente la cúpula sobre nosotros ofrecía una vista falsa del cielo y la noche, pero a pesar de sus esfuerzos, no podía evitar sentir que algo faltaba en su realismo.

A pesar de todo, no podía evitar sentir un nudo en el estómago al pensar en la razón por la que estábamos allí. Este lugar, esta utopía artificial, era el resultado del arduo trabajo de generaciones, un refugio construido para asegurar la supervivencia de familias como la mía en un mundo que se volvería inhabitable. 

Nos desplazamos en una camioneta suv totalmente ecológica, escoltados por dos guardias además de mis padres. Y recorrimos varios imponentes edificios hasta llegar a uno que ostentaba las iniciales de la compañía que mi abuelo había legado a mi padre, grabadas en las puertas de cristal con elegantes letras cursivas: una D y una E. Mi padre me ayudó a bajar y me sostuvo por los hombros, en un gesto que interpreté como un intento de paternalismo del que nunca antes lo había visto hacer.

Una actitud que me enfermaba, sin poder articular una palabra al respecto.

Adentrándonos a través de las imponentes puertas de cristal, nos encontramos en una recepción adornada con paredes y azulejos blancos, donde muebles, candelabros y detalles dorados emanaban un aire de completo lujo. Como si hubiéramos llevado un fragmento de nuestra antigua mansión con nosotros, los mismos colores y el mismo elegante y minimalista que siempre había caracterizado a mi familia.

Siguiendo un camino flanqueado por árboles, llegamos al pasillo de elevadores dorados que conducían hacia los pisos.

Y una vez dentro, mi padre marcó el cuarto, y deslizó una tarjeta que, como una llave, permitió al ascensor iniciar su ascenso.

Cuando las puertas se abrieron, nos encontramos directamente en un lujoso departamento, con el ascensor mismo actuando como un pasaje hacia la intimidad del hogar para cualquiera que tuviera esa llave.

"Este será tu nuevo hogar, Arabella", anunció mi padre mientras su mano rozaba aún mi brazo, desencadenando esa incómoda sensación en mi estómago. 

Mi mamá se quedó en el ascensor y se limitó a observarnos desde ahí.

Por lo que traté de desviar la conversación hacia otro tema que me vino a la mente.

—¿Y qué hay del matrimonio con Mattias Dune?

Una sonrisa de complicidad asomó en su rostro antes de retirar su mano de mi piel.

—La familia Dune ya ha encontrado otro partido para él desde que te enviaron al faro. Así que ahora debemos buscar el compañero ideal para ti. Déjame encargarme de eso. Mientras tanto, siéntete libre de hacer de este lugar tu hogar— añadió, entregándome una llave en forma de una sencilla tarjeta negra con la letra "D" en color dorado.

—Si tienes alguna duda, me encontraré solo esta noche en el último. Toma, esta es la llave de todos los apartamentos de aquí. Puedes ir y venir a cualquiera. Tu hermano Caín está dos pisos abajo del tuyo —informó mi padre con tono paternal, extendiéndome una tarjeta dorada que guardé en mi bolsillo.Me quedé callada, no sabiendo si era felicidad lo que sentía o tristeza por escuchar aquello.

ARABELLA II: Puños de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora