Capítulo XX - Volviendo a ver viejos rostros

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Nieves despertó aquella mañana sola en casa, Horacio y Jorge aún no habían regresado de su viaje de negocios. Después de alistarse se dirigió a casa de su suegra en donde la encontró vacía. No había rastros de sus hermanos, su madre o doña Gregoria. Sabía que Rutilia estaba trabajando, no le preocupaba; en cambio Antonia y Gregoria llevaban algunos días actuando extraño. Yéndose en las mañanas y volviendo en la tarde, intentaba no darle demasiada importancia, después de todo su hermana estaría segura con Gregoria. Solo deseaba que no le estuviera buscando esposo.

Se sentía sola en la casa, ahí mientras jugaba con una cuchara que estaba dentro del azúcar moreno. Soltó un suspiro que resonó por toda la cocina. Sus pensamientos se fueron hacia su esposo, al que no veía desde hacía tres días. Sentía una rara sensación en el cuerpo, movía sus pies inconscientemente mientras la imagen de Horacio acomodándose los botones de las mangas del chaleco se le venía a la mente. La manera en la que recordaba como antes siempre llevaba el cabello bien peinado y usaba aquel bigote. Sonrió. Le dio otra vuelta a la cuchara.

Sus labios a punto de rosarse en aquel baile, su respiración se agitó al rememorar el momento. Se llevó los dedos índice y corazón a su labio inferior como intentando revivir lo acontecido, fue entonces cuando la imagen de Esther y su marido se le vino a la mente. De un salto salió de sus pensamientos. Soltó la cuchara y se levantó de la silla.

—No es momento de pensar en esas cosas, Nieves —susurró para sí misma.

Inquieta se movía de un lado al otro, limpiando aquí y allá, intentando encontrar una forma de distraerse. Entró en cada habitación revisando que todo estuviera en orden, en cada habitación, menos la de Horacio. Esa la miraba con recelo ¿Qué clase de cosas ocultaría ahí? Era momento de averiguarlo, así que puso la mano en el pomo de la puerta y la abrió despacio. Asomó la cabeza observando la habitación. La cama estaba arreglada, el armario cerrado y las cortinas también.

Entró del todo en la habitación y se sentó en la cama. Todo olía a él. Aspiró más fuerte por la nariz... hizo una mueca. Algo olía a ropa sucia. Se levantó de su asiento y se agachó en el suelo. Debajo de la cama había un par de medias sucias. Puso mala cara y las tomó.

Se dirigió con las medias al patio para lavarlas, iba refunfuñando. Antes de darse cuenta, su falda se enredó en la puntilla de un alambre haciendo así que esta se rasgara.

—¡Oh, no! —exclamó Nieves.

No tardó en tomar aquello como excusa para salir de casa. Le llevaría la falda a su madre para que la cosiera. Y no es que ella no supiera hacerlo, simplemente no deseaba aceptar que estar en su propia casa la estaba agobiando.

Nieves se apresuró a recoger cambiarse la falda rasgada por alambre, sintiendo un ligero pánico ante el desperfecto en su ropa. Luego, con la falda arrugada en la mano, se dirigió rápidamente hacia el puesto de su madre.

El camino hacia Rutilia le pareció más largo de lo habitual. Con cada paso, su mente seguía divagando en los recuerdos de Horacio y en la incertidumbre que sentía por su ausencia. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? ¿Por qué tardaba tanto en regresar? Se mordió el labio inferior, intentando ahuyentar esos pensamientos que la angustiaban.

Finalmente, llegó al modesto negocio de su madre y tocó la puerta con cierta urgencia. Rutilia abrió la puerta con una sonrisa cálida al ver a su hija, pero la expresión de Nieves la alertó de inmediato.

—¿Qué pasó?

Extendió la falda en sus manos dejando a la vista la rasgadura que se evidenciaba más grande de lo que ella recordaba. Rutilia suavizó el rostro y le hizo un gesto con la mano para que entrase.

Ilumíname con tu luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora