Capítulo XIX - Complicidad

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—¡Ya te dije que me quites esa cosa de la cara!

—¡Por favor, Nieves! No seas aburrida.

Horacio acomodaba la cámara portátil frente al rostro de su esposa, quien se cubría en respuesta. Aquello había sido el obsequio de cumpleaños que Horacio recibió por parte de Esther, había querido estrenarlo en la bahía, aquel día que en que Nieves se había ido. Pero intentaba no pensar en eso, después de todo, ahora estaban bastante bien. Había pasado un día desde lo ocurrido y en ese corto lapso habían entablado más palabras que en todos los años anteriores.

Se inclinó para tomar una prenda de la cubeta de aluminio y procedió a fulminar a Horacio con la mirada. Este hizo una foto.

—¡Ya te dije que te dejes de tonterías! —gritó Nieves arrojándole la camisa mojada al rostro.

—Lo siento —dijo sonriendo.

—Ni siquiera te atrevas a revelar esa foto.

—Tranquila, no las pienso revelar hasta que se acabe el rollo.

Un silencio se hizo presente. Nieves continúo colgando la ropa, mientras Horacio parecía estar sumido en sus pensamientos. Con la cámara aun en mano, el cuello de la camisa abierto y el pelo despeinado, Nieves pensaba que de aquella forma se veía muy atractivo. Desvió la mirada en cuanto se percató de sus pensamientos.

—¿En qué piensas? —preguntó sin verle.

Él soltó un suspiro.

—Sé que cuando padre regrese tendré un trabajo estable con él, pero el negocio familiar no es tan grande ni tan rico como lo son los de la tía Isabel... quiero decir, no me arrepiento de haber vuelto a casa, solo creo que ya no podremos tener la vida que teníamos junto a ella.

Nieves terminó de tender el último pantalón, tomó la cubeta y observó a Horacio. Entrecerró los ojos en cuanto el sol mañanero les llegó desde el lado izquierdo, justo donde estaba el enorme árbol de mangos.

—¿Qué te hace creer que quiero vivir de esa forma?

—Solo creo que mereces vivir... bien, al menos eso deseo darte —dijo en voz baja y con la mirada agachada.

A Nieves se le dibujó en el rostro una sonrisa que no supo disimular. Le despeinó aun más el cabello con una de sus manos. Horacio alzó la mirada con notable sorpresa.

—Siempre te he visto como un riquillo inmaduro, con un mínimo de interés por los demás ¿sabes? La verdad es que te tengo envidia. En mi familia fuimos felices el día que papá terminó de construir la casa, cuando conseguimos nuestra vaca y también cuando tu madre nos regaló aquella estufa que inició todo esto... Así que no pienses que no soy fe... que no estoy bien con lo que tenemos ahora, porque te aseguro que nunca había estado más tranquila en mi vida.

Él la observó, llevándose una mano en donde estuvo la de ella antes. Si bien era consciente de que en La Chorrera gran parte de la población era pobre, nunca se había considerado un niño rico. Vivía bien, de eso estaba seguro, jamás había faltado comida en la mesa. No sabía a ciencia cierta de qué manera Nieves había tenido que enfrentar la vida al no tener las mismas oportunidades que él, pero ahora que eran una familia estaba decidido a no permitir que ella volviera a pasar penurias.

Una risilla escapó de su boca, Nieves lo miró raro y se dio vuelta para entrar en la casa. Horacio fue tras ella. Le observó la espalda mientras caminaba, tenía el largo cabello negro recogido en una cebolla a la altura del cuello, llevaba puesto uno de sus antiguos atuendos, de esos que usaba incluso antes de casarse. Centró la mirada en su nuca, se acercó a ella despacio en cuanto la vio apoyarse en una silla. Su mentón a la altura de la cabeza de Nieves, las manos le picaban por abrazarla y darle un beso. Soltó el aire que estaba conteniendo y no tardó a ver la piel erizada en su cuello. Los hombros de Nieves evidenciaban su respiración irregular. Horacio decidió alejarse.

Ilumíname con tu luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora