La única regla de Dio

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Alex arrojó el morral sobre la cama, se sacó los zapatos a medida que caminaba y se lanzó sobre el colchón apenas lo alcanzó. Aprovechó que cayó boca abajo para gritar con el sonido totalmente amortiguado por la tela.

—¿Y mis uvas?

—En el bolso —murmuró Alex, casi en un quejido.

Y recibió otra protesta a cambio, por lo que se levantó y sacó el envase con uvas de su morral. Caminó hacia el altar en la esquina del cuarto y se sentó en el suelo frente a este.

El altar que todavía tenía en construcción ya llevaba dos estantes pintados de un tono de púrpura oscuro y un diminuto armario debajo de estos con dos puertas y un diseño de uvas, vino y una corona. Seguía pintando los costados del armario. Los estantes tenían un par de piñas de pinos a las que también estaba decorando en sus ratos libres y una que se mantendría en su estado natural, una orquídea, un par de velas ya consumidas y una corona hecha de tallos.

Alex abrió las puertas del pequeño armario y sacó un plato con uvas. Lo vació poniéndolas en una bolsa, colocó las nuevas en el plato, se aseguró de que el agua e hielo debajo le ayudarían a mantenerlas frescas y volvió a ponerlas dentro del armario.

Dio se apareció con forma física y se sentó en el suelo con él, tomando el plato con las uvas nuevas. Cuando él lo sostenía y movía, uno idéntico aparecía en su mano, pero el que Alex puso continuaba dentro del armario. Los dos comieron uvas en silencio durante unos segundos, la deidad las nuevas y Alex las que colocó el día anterior.

Sólo lo hacía por dos días seguidos cada mes y ya se estaba convirtiendo en una tradición el sentarse de esa manera con él.

El primer mes, Juan Pablo lo acompañó respondiendo a sus preguntas (la principal era qué haría con la comida una vez terminaba su papel de ofrenda) y se quedó sentado con ellos. El segundo mes, Alex estaba nervioso y Dio estuvo con él un rato explicándole sobre interpretaciones de las cartas.

Al tercer mes, Alex le contó sobre su familia y acabó llorando mientras Dio le hablaba en tono suave sobre la importancia de tener una familia elegida que realmente le hiciese bien.

Ese era el cuarto mes.

—¿Por qué estabas en pánico cuando entraste?

Alex abrió la boca y quería responder que él no estaba en pánico, pero la deidad arqueó una ceja en un gesto que había aprendido a identificar como un "no me digas que no, yo sé".

Se tardó un momento en responder y se comió varias uvas en el proceso.

—El abuelo dijo que si me quiero dejar crecer el cabello lo puedo hacer y él va a pelearse con todo el mundo en el colegio para que me dejen en paz —explicó Alex—. Y una de las secretarias que se ha leído mi expendiente preguntó que para qué me quiero "hacer pasar" por chico si "me voy a dejar" el cabello de una chica. Islande fue a decirles que si se entera de que me dice algo así otra vez, va a ponerse en contacto con no sé qué cosa y no sé quién de no sé qué...a pelearles también, va a pelearse porque hay unos artículos en la Constitución que dicen algo...algo sobre no meterse con mi cabello y mi género, hasta donde entendí —Alex meneó la cabeza—. Islande es difícil de entender cuando se pone en modo profesional.

Todo eso había pasado sólo porque Alex se enteró de que el cuidado del cabello y el cabello largo eran prácticas comunes al trabajar con Dio y sólo fue a preguntar en coordinación si era permitido por la institución que él, como chico, se lo dejase crecer. Ni siquiera era algo que fuese a hacer. Al menos no lo había decidido.

Suponía que mientras lo siguiesen tratando como chico, no tendría que enfrentarse a su cabello de la manera en que lo hizo antes. Y eso era una idea rara. Implicaba que no necesitaba pensar en un estilo específico para tener un poco de "passing", sino que podía elegir qué le gustaba. Podía ver con qué estaba más cómodo.

NaguaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora