Realmente imbécil

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Jimin suspiró con sutileza y acomodó su postura en el asiento que ocupaba. Distraídamente sus hombros habían caído y su espalda se había encorvado. Dando una imagen inapropiada. Realmente mala.

Y es que, llevaba una hora sentado en aquella mesa, rodeado de extraños a los que no conocía y únicamente, les había brindado una cordial sonrisa. Su madre le había dicho que socializara, conociera gente y escuchara de sus conversaciones como aprendiera de ellas.

Pero siendo él honesto, se estaba aburriendo.

Desde que había ocupado aquel disponible asiento, los adultos allí no habían dejado de parlotear sobre política; nacional y extranjera. Realmente no habían hablado de otra cosa. En ningún momento. ¡En toda una hora!

Y los párpados del joven príncipe pesaban.

Mentalmente agradecía que nadie estuviera interesado en su opinión o en su visión respecto de cómo otros reyes manejaban sus países porque, honestamente, no se creía capaz de brindar una. Apenas y tenía algunos básicos conocimientos que, viendo cuán profunda estaba siendo dicha conversación, no le servirían de nada.

Y debería avergonzarse de ello pero la política nunca había sido su pasión. Y seguro estaba que, nunca lo sería.

Cauteloso subió la manga de su blanco saco y rápido, ojeó la hora en su reloj de muñeca. «21:45». Resopló y con su mirada barrió el amplio salón, habían tantas mesas y personas, y él sólo conocía a unas pocas. Mientras su madre, probablemente a todas ellas.

La reina honraba el título que cargaba. Él..., él hacía su mejor esfuerzo.

Y cuando su majestad hizo un ademán en su dirección, rápido pero educado, el joven príncipe se levantó de su asiento y tras disculparse, fue donde su madre. La cual estaba rodeada de otras tantas personas que no conocía.

—Tu prometido ha llegado, vayamos a saludar.

Y el hastío que había adormecido las funciones del adolescente, desapareció. Siendo éste reemplazado por los nervios. Vivos y ardientes. Enredándose y brincando en la boca de su estómago, gritando "presente".

Jimin se limitó a asentir, su garganta se había secado, evitando el fluir de sus palabras mientras que su sosegada compostura se había estragado.

«Oh por Dios».

Tan pronto su madre comenzó a andar, él la siguió. Apresurado y algo torpe. La castaña le miró de soslayó y suspiró, meneando su cabeza ante los evidentes nervios de su único hijo. Estiró su brazo y secamente, palmeó la parte baja de su espalda, llamándole la atención y corrigiendo su encogida postura.

—Pareces un niño, contrólate.

—Lo siento —murmuró el chico, apenado de su evidente comportamiento.

Pasaron por tantas personas pero recorrieron un tramo tan corto, que el pequeño príncipe apenas tuvo tiempo suficiente como para ajustar su postura, normalizar su andar y dejar de jugar con sus cortos dedos.

No estaba nervioso. Estaba malditamente nervioso y algo ansioso.

La última vez que vio a su prometido, había sido hacía cuatro años.

Para ese entonces, él tenía dieciséis años y el contrario, veintidós.

Recuerda aquello a la perfección. Eran finales de otoño y como todas sus visitas a la mansión real, había sido antes programada. Se supone que iría y vería al futuro monarca, pasarían el tiempo juntos, conversarían y se conocerían con mayor profundidad. Lo que llevaban haciendo, supuestamente, hacía dos años desde que, Hyeri, la reina de Seúl aceptó su unión.

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