sólo para valientes.

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No obstante, obligarlo a chupársela no fue su castigo.

El comandante Vogrincic lo dejó esposado como a un perro el resto de la noche en el asta de la bandera del estacionamiento.

Alguien lo escoltó, tenía prohibido sentarse o tratar de dormitar. Importaba un carajo lo herido que se encontrara, de todos modos. Al día siguiente, cuando ordenó que lo soltaran, Matías prácticamente cayó al suelo deshecho.

Pasó día y medio inconsciente en enfermería. Luego, de nuevo a dar vueltas extras, porque ese largo descanso lo dejó fofo -según palabras explícitas de su superior-. Vaya martirio.

En ningún momento mientras estuvo internado recuperándose fue a verlo, ni siquiera como una disculpa silenciosa. Volaba muy alto. ¿El demonio, Enzo Vogrincic, disculpándose?

Aún así no pudo evitar que un irritante y recóndito espacio en su interior se cubriera de desilusión; su alfa, que por alguna maldita razón estaba despierto y como loco últimamente, rogaba por algo. Por alguien.

El resto de él no quería saber nada de ese cabrón. Por favor, hablaba del hombre que casi le rompió una costilla.

Tenía a su mente y sus instintos en un conflicto interno; ya no sabía qué esperar. Pero no estaba emocionado por averiguarlo.

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"¡Matu! ¿cómo andas? ¿Ya mejor?"

Matías sintió el optimismo palpable de Juan arrollarlo con su aroma a menta. Lo miró de vuelta sin mucha expresión.

No entendía cómo podía ser tan jodidamente feliz en ese pozo. Comenzaba a creer que él era el único qué no la pasaba bien, ni ahí ni en ninguna parte.

Ignoró olímpicamente su pregunta. Matu. ¿Qué clase de apodo ridículo era ese? ¿y desde cuándo flasheaba tanta confianza con él?

"¿Puedes prestarme unos pantalones?"

No solía estar pendiente de dónde se encontrara Caruso. Su círculo social se limitaba al omega rubio y, triste o no, un que otro intendente con quien cruzaba palabras día a día; nadie más le hablaba.

De todos modos no veía atractivo tener algún vínculo con Juan. Ni siquiera compartían el mismo grupo. Solía verlo muy apegado a un altísimo omega de rizos oscuros y cubierto de lunares, antes de que el alfa también se enlistara con Santiago al curso de seguridad privada.

Ese maldito curso iba a ser su frustración de por vida.

"Ah, sí, santi me dijo que ocupas unos". El rizado asintió y con una seña le invitó a pasar a su dormitorio, moviéndose al rededor de este. Recalt no se movió, se limitó a recargarse en el borde de la puerta en espera.

No le avergonzaba subir de talla. Su complexión era la misma, ahora cercana a lo que podría considerarse esbelta. Siempre fue delgado.

Vergüenza le daba que su primer uniforme lo recibió del bulto de tallas para omegas. Qué idiotez la existencia de esas etiquetas.

Ahora llenaba sus pantalones.

"Dime si te quedan estos, o puedo conseguir-..". No lo dejó terminar. Recibió las prendas, entre insistentes asentimientos para acallarlo y casi inmediatamente se dió vuelta.

"Gracias".

Su amabilidad lo agobiaba.

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Las prácticas nocturnas eran de lo más difícil que conoció. No sólo por el frígido clima, sino por la inmensa oscuridad que los encerraba.

La contaminación lumínica de la ciudad no alcanzaba el lugar tan apartado donde se situaba la sede. Al ser tan boscoso y alto, la humedad descendía hasta bajo cero cuando preveían tormentas invernales.

la ley de murphy; matías x enzo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora