Capítulo 18: Bye bye, mi picollissima dama.

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—¿Irte?

No quería que se fuera, no quería tener que despedirme de ella otra vez para siempre. Me daba igual que la imagen que estuviera delante de mí fuera un recuerdo de ella creado a través de magia. Era mejor eso que nada. Que sí, no me vengas con los formalismos de: ella vivirá contigo siempre si la mantienes en el corazón. Yo no la quería en el corazón, yo la quería viva, conmigo.

No me contestó. El silencio estaba volviéndome loca, las ganas de llorar y gritar me quemaban las terminaciones nerviosas. Quería llorar de tristeza, de lo que suponía una segunda despedida en muy poco tiempo. Quería gritar para desahogar el manojo de emociones encontradas y contradictorias por aquel viaje y reencuentro exprés con una de las personas más importantes de mi vida. Acerqué mis manos a ella pero la atravesé como si fuera bruma. Apreté los puños, impotente. Me clavé las uñas en las palmas de rabia. ¿Por qué no decía nada? La imagen de la tía Rosa se apartó de mí y caminó hacia la mesita de noche, ignorando todavía mi pregunta. La miré sin articular palabra, curiosa. Colocó la mano todo lo larga que era sobre la superficie y, al apartarla, el reloj apareció como si nada.

—Lo tenías tú —murmuré.

Ella asintió.

—Bueno, más bien, era yo. —Sonrió.

¿Recuerdas la escena final de Los fantasmas atacan al jefe? Debo ser de las pocas personas a las que le horroriza. Bill Murray ahí en medio de un semicírculo de extras que actúan peor que yo cuando viene la clienta porculera y hago como que me alegro de verla. Todos acercándose poco a poco al protagonista, cercándolo, y él dando un discurso pretencioso con la intención de demostrar cuánto ha cambiado y lo buena persona que se ha vuelto de repente. Yo no podía actuar así. Yo no podía decir que me sentía mejor de lo que me sentía hacía mucho tiempo porque era mentira. No me sentía bien en absoluto, ¿cómo iba a hacerlo? Me sentía confusa de tanto viaje, me sentía una estúpida por la cantidad de cosas que sabía que tenía que cambiar en mi vida para dejar de tomar malas decisiones. Estúpida, déjame decirte, porque era demasiada información que asimilar y yo no es que confíe mucho en mí ni en mis capacidades. Me sentía mala amiga y tenía las bragas manchadas del miedo que me daba enfrentarme a mis sentimientos hacia Toni. Es que esto es ridículo. Si yo tuviera a mis amigos aquí conmigo, como Jack los tenía al otro lado de la pantalla, aplaudiéndome y animándome no sería más fácil pero sí más llevadero. Si yo tuviera a un niño que me tirara de la manga y me susurrara lo que debo decir o hacer a continuación...pues le daría un patadón del susto. Teóricamente hablando, en la práctica saltaría como los videos de gatos asustados que hay pululando en TikTok.

—Tengo miedo. —Es lo único que salió de mi boca.

—¿De qué?

—De todo. De poner límites, decir con asertividad lo que pienso y siento, de abrirme a los chicos que vengan, de no haber aprendido nada. Me aterra no encontrar mi lugar, atragantarme y no ser sincera con Toni y Lidia, porque ella también tiene que saber esto. Es mi mejor amiga. —Tragué con fuerza. ¿Qué le parecería a Lidia de sintiera mariposas en el estómago por Toni? ¿Se reiría de mí? ¿Me creería o pensaría que es uno más de mis caprichos tontos por hombres? Me daban retortijones de pensarlo. Sí, amigue, soy de sodomizar toda la incertidumbre en el intestino—. Me da miedo vivir sin ti.

La imagen de mi tía Rosa levantó una mano y la posó con delicadeza en mi mejilla. Seguí el recorrido de su mano con los ojos abiertos como platos. Inspiré hondo antes de que me tocara la cara y, cuando lo hizo, Dios, qué calidez, con qué intensidad podía oler su perfume de peonías. Sin embargo, no había rastro del tacto suave de sus manos, que siempre olían a crema hidratante de flor de loto. No había rastro de la tía Rosa en aquella caricia. Eso hizo que las lágrimas se me saltaran y que, de repente, estuviera muy cansada. El cansancio hacía contra balanza a las ganas de llorar, pero seguía notando el nudo de emociones en el estómago y la garganta. Incluso, al fondo de los ojos. Empecé a ver borroso. Bostecé con la boca cerrada (imagínate la cara que puse; soy una payasa).

—Tienes que descansar —dijo con voz melosa—. Deja que todo lo que ha pasado esta noche se asiente en tu cabeza y mañana será otro día.

—Un día resacoso —balbuceé.

—O uno esclarecedor. —Ñi ñi ñi.

Asentí. Me costaba un mundo rebatirle.

Este momento de la historia es más raro aún, si cabe, que el principio. Quería seguir hablando con la tía Rosa pero había una fuerza dentro de mí que me empujaba a hacer todo lo contrario. ¿Qué me estaba pasando? ¿Su tacto no tacto me había embrujado? Parpadeé más lento de lo normal, las piernas me temblaban. No aguantaría mucho más tiempo de pie. Las fuerzas me flaqueaban y sentía que mi cerebro se ralentizaba de la misma manera que, cuando era una adolescente repelente, fumaba porros para filosofar asegurando saberlo todo de la vida. Le pedí entre dientes que me arropara una última vez, como cuando era niña y me quedaba en su casa a dormir porque me dejaba ver películas de miedo hasta tarde, al contrario que mi madre. Casi me muerdo la lengua. La tía Rosa accedió. Antes de meterme en la cama y hacerme un rollito de primavera con las sábanas, cogí en un último esfuerzo el reloj de la mesita (sentía que pesaba toneladas en mi mano) y lo abracé con las dos manos bien pegadas al pecho. Cerré los ojos, los párpados me pesaban tanto como los miedos. Quizás, incluso, más. Respiré profundamente y solté el aire tan despacio que me escocía la nariz. Ahogué un sollozo lastimero. De entre mis pestañas escapó una lágrima, y esta fue a parar contra el cristal del reloj salpicándome los dedos. Llámame fumada, prima cercana de la hiervas o lo que tú quieras, pero te juro que la temperatura de reloj aumentó. Intenté abrir los ojos por la sorpresa pero era como si estuvieran pegados. Tampoco podía moverme. ¿Sabes lo que son los pánicos nocturnos también conocidos como parálisis del sueño y subida del muerto? Pues de esa guisa estaba mi cuerpo. Petrificado, rígido y pesado, como si no me perteneciera. Sentí a la tía Rosa darme un beso en la frente, y eso no me calmó en absoluto. El gesto fue frío, parecido a cuando sales de una tienda con la calefacción muy alta en pleno invierno. La piel y el vello de las piernas se me erizó. Al apartarse de mí, el frío no se fue con ella. El frío se quedó un poco más rodando por mi frente.

Antes de quedarme dormida, logré escuchar la voz de un hombre llamando a mi tía Rosa. Era una voz grave, serena y daba la impresión de que la conocía. 

Un viaje al centro de mis latidos © #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora