El Develado

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Penélope despertó, al sentir unas manos acariciar las suyas, pero no abrió los ojos. "¡No! ¡No más fantasías ni sueños húmedos"! Pensó. Ya había tenido demasiado de ello por el resto de su vida. Cavilaba sobre esas cuestiones cuando escuchó una voz masculina.


—Mi Pepa, abre los ojos, soy yo, el amor de tu vida.


Era Pedro Miguel. Le reconoció de inmediato. Había usado un apodo que usaba sólo él: Pepa o Pepita. Aunque quiso, no pudo emocionarse. Antes amaba que le llamara así, ahora odió tal denominación. Le parecía horrible e inmaduro. No lo había tomado en cuenta hasta ese momento. Por más que renegaba de las fantasías, descubrió que la realidad le fastidiaba. Cualquier loca ilusión era mejor que eso. No había comparación, los deseos de su corazón habían mutado. No le importaba si lo que sentía era producto de su imaginación o una sensación juvenil.


Limerencia, escuchó alguna vez que llamaban a eso: una sensación parecida al amor. O sea, estar enamorado, pero de mentiritas. Estaba encaprichada y el objetivo de su anhelo era más alto, más guapo, más adinerado que Pedro; más irreal, también inalcanzable. Suspiró. Quizá debía conformarse, quizá no.


Lo miró, su "peor es nada" tenía puesto una franela rosada con un estampado de picachú. ¿Cuándo maduraría? ¿No podía vestirse más elegante? ¿Por qué franelas de comiquitas? ¿Hasta cuándo usaría esos jeans gastados y aquellos tenis blancos? Ya parecía ser su uniforme. Los zapatos estaban nuevos, claro está, siempre que compraba los pedía del mismo color. Suspiró. Al menos tuvo la gentileza de aparecerse con un ramo de flores. Dos rosas rojas, una orquídea y un lirio; embellecidas con unas ramitas verdes que pudieran ser cualquier cosa.

—¿No te gustan las flores amor? —le preguntó su mamá, al ver el rostro fruncido.

Ella estaba detrás de su... de su... de su algo. Pedro algo era de ella. No sabía qué, novio no, pero exnovio tampoco. ¡Rayos! Carmilla tenía razón, se hallaba en un limbo sentimental. Menester era salir de él, aunque ello significara quedarse sola. Además, ¿por qué él siempre andaba con su mamá? Para arriba y para abajo, como dicen. No querían que dudara de ellos, pero tampoco colaboraban.

Debía calmarse, si iba a terminar con él, eso poco importaría luego. "¡Mi padre!" recapacitó. Pobrecito, él si no tenía forma de zafarse del problema. A menos que fuese con el divorcio. De alguna u otra forma, Penélope se resignó, tanto la relación de sus padres como la que aún mantenía (a duras penas) con Pedro Miguel, no tenían futuro.

—Linda, hoy es el día que te quitan las vendas. Debíamos estar aquí, contigo, apoyándote —dijo con tono condescendiente su madre.

"Debíamos. ¡Ja! Si deberías ser tu solita mamá o este mamarracho solo, o mi papá, o todos juntos; pero no, tenían que ser los dos". Había un "nosotros" implícito. "¿Podrían ser menos evidentes? Disimulen un poco", pensó Penélope.

—Las dos personas más importantes de tu vida, mi Pepita, yo y tu mami —remató Pedro Miguel.
El burro por delante. Ni hablar sabía ese enano del demonio. Penélope tomó aire, contó hasta diez, hasta veinte, treinta. Calma, calma, ofuscándose no ganaría nada, mucho menos corrigiéndolo.

—¡Hola hijita! —saludó su papá, al entrar de improviso.

De inmediato se quedó callado y estático, era indudable la incomodidad de encontrar a su esposa y cuasi yerno juntos en la misma habitación y agarrados de la mano. Pénelope no se fijó de ello al inicio. ¡Tenían los dedos entrelazados! Se soltaron luego que ingresó al cuarto su padre. ¡Qué descaro! Lo dicho: simulen un poco, qué les costaba. Aflojaron el apretón, pero, ¿Ya para qué? Todos se habían dado cuenta.

Axel AlexADonde viven las historias. Descúbrelo ahora