El peso del Error

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Penélope, paralizada del horror, vio como su padre cayó en el pavimento. La sangre comenzó a manar, con lentitud, desde la frente del hombre, y todo eso en cámara lenta, como en las películas. Así lo percibió.
Pedro Miguel recogió la moto, sin esperar nada ni acercase a ella o al señor. Es más, ni siquiera la miró. Subió al vehículo, mismo que encendió de forma inmediata y como diría un español: salió cagando leches. A toda velocidad se perdió en la lejanía.
Ella quería reaccionar, pero cuerpo y mente no se ponían de acuerdo al respecto.  Su papá estaba allí, tirado, inerte, con muchas posibilidades de estar muerto y ella no se podía mover. “¡No! ¡Eso no podía ser cierto! ¡Debía estar vivo!”.
Los vecinos asomaron con timidez sus cabezas de las puertas y ventanas, luego una fracción de cuerpo y al no percibir peligro se agolparon al sitio del suceso. “¿Cómo es posible que ellos puedan y tú no? ¡Es tú papá! ¡Por Dios, muévete muchacha!” se dijo a sí misma, mentalmente.
La aglomeración de personas no le permitían ver que sucedía y las malditas piernas no le obedecían. Ni llorar podía, mucho menos gritar.
Una figura femenina, con bolsas de compra, surgió de una de las calles. Era su mamá, quien con la tranquilidad que le otorgaba la ignorancia de lo sucedido caminó con premura al notar la muchedumbre. Era la curiosidad, lo que motivaba sus acciones, supuso Penélope, en vez de ir dónde estaba ella, al frente de su casa, se fue a chismear, mientras comía palitos de cheetos, desde el correspondiente paquete. Cómo la cosa más natural del mundo preguntó qué ocurría. Las personas, al reconocerla le abrieron paso y entonces Penélope pudo ver al autor de sus días, estaba caminando por su propio pie, aunque asistido por un par de vecinos bienhechores. Su cara estaba cubierta de sangre, pero estaba vivo. Penélope al fin reaccionó y corrió hasta él, abriéndose paso entre los curiosos y su propia madre.
Le llevaron hasta el dispensario más cercano dónde le cosieron la herida. La bala había rozado la piel, abriendo un largo surco en su frente. Tuvo mucha suerte, dos milímetros menos y no la cuenta. Penélope inventó una historia, para evitar problemas legales, no tenía idea de dónde había salido la pistola. El doctor, vecino de la zona, conocido del paciente y de la familia, que no su amigo. Se hizo el desentendido, elaboró su receta, con las recomendaciones del caso y lo despachó a su casa sin reportar el suceso a las autoridades. La herida no ameritaba una hospitalización.
El arma no apareció, alguien la había tomado de la escena y nadie vio nada o no quiso decir algo al respecto. Cosa que Penélope consideró buena, no quería ese revólver en la casa. Su papá guardó reposo, no reveló de dónde sacó la pistola y una abnegada cónyuge le cuidó con cariño. Quién lo diría, su mamá cambió de una manera total, al verlo herido. Quizá la perspectiva de perderlo, de una forma concluyente, le hizo recapacitar, le tocó una fibra del corazón, quién sabe. Se le notaba triste, algo aturdida, pero entregada a la atención de su pareja.
Sí bien, había sido un susto horrible, el resultado parecía ser favorable. Sin embargo, de seguir surgiendo conflictos y resoluciones tan dramáticas, tendría que reunir y retomar las terapias, tenía los nervios de punta.
Carmilla, como siempre, fue piedra angular en su transición a la calma, le acompañó, no la dejó refugiarse en el alcohol, le prestó su hombro amigo para llorar y le hizo reír cuando era menester, ahuyentando los miedos con su sentido del humor.
Y es que no tenía tiempo para descansar, debía reportarse al trabajo. Para comenzar una nueva etapa de su vida. Era algo un poco brutal, apenas terminaba la terapia, terminó con su novio, su papá casi no la cuenta y ahora debía ir a trabajar, el lunes, como si nada. Reflexionó el asunto, buscando el incentivo para ir, lo recordó: allí estaría el dulce pelirrojo, no importaba si solo lo veía a lo lejos. Colirio para los ojos, suspiro para un alma solitaria.
Y así, Penélope pudo estar más tranquila. A pesar del alboroto suscitado, no hubo denuncias, ni presencia policial. Lo que pasa en el barrio se queda en el barrio. No ver, no oir, no hablar. Era un acuerdo tácito de la comunidad. Sin muerto y sin arma no hay delito. Todos cotillearon acerca de ello, dieron su opinión, como buenos analistas de asuntos ajenos, pero en el fondo no les importaba. Siguieron con sus vidas.
Por otra parte, lo ya observado, su mamá cuidaba de su esposo como debía ser: con amor y entrega. Hubo un cambio en la actitud, el susto bien valió la pena. El matrimonio de sus padres podría ser que se salvara. Después de todo había esperanza. Fue un domingo de cuidados, de estar en casa, ver televisión y cocinar. Ella no era muy buena en ello, pero la repostería sí, se le daba muy bien. De esa manera, consintió al accidentado con dulces, tortas y galletas. Aparte preparó sus cosas para el lunes. Debía estar presentable y arreglada para su primer día de trabajo.
Al día siguiente, muy temprano en la mañana, llegó a la sede principal de la empresa. Nada más pisar la recepción del edificio le produjo una sensación mágica. Era un salón magnífico, espacioso, moderno. Gentes iban y venían, algunos leyendo periódico, otros con sus caras empotradas en los celulares o ordenadores portátiles.
Le atendieron con amabilidad, nada de malas caras o indiferencia. Los hombres se mostraban solícitos con ella, le abrían las puertas, saludaban, un operador frenó el ascensor y esperó con paciencia que ella abordara la cabina. En contra parte, sintió como algunas mujeres la veían de arriba abajo, con mal disimuladas expresiones de desapruebo. “Se cree la reina”.
Andar en tacones era un poco incómodo, sin embargo, debía acostumbrarse, en su trabajo y el lugar donde lo desarrollaría, era un accesorio imprescindible. Elegancia, prestancia y altura.
Llegó piso 26, lo más alto de la torre, lugar de presidencia y los departamentos más importantes del consorcio. Nada más al emerger del ascensor respiró con fuerza el aire acondicionado. “El olor del éxito”. Pensó. Se dirigió a recursos humanos, siguiendo las indicaciones recibidas y allí estaba, sentada, detrás de un escritorio de nogal, de exageradas dimensiones, Morgana Morgan, pronto de Rousel. Recordar que se iba a casar con su ángel le vino un poco mal. “Acostúmbrate, acostúmbrate. Ese hombre tiene dueña y ahora la tienes al frente”. Era mejor que lo recordara y lo tuviese muy en cuenta.
Luego de una pequeña sesión de saludos, formalidad y protocolo laboral, aceptó el asiento que le ofreció la doña. Le llamó doña, mentalmente, pero ahora que la observaba bien era joven, más de lo que hubiera querido suponer. 25 años, máximo y con opción a ser menos aún. Hermosa, de rasgos no tan finos, cara redonda, cejas pobladas, labios carnosos y piel cuasi perfecta. “Claro, con tres toneladas de maquillaje, cualquiera se ve así”. No era verdad, pero eso quiso pensar.
Le miró las tetas con detenimiento, debía determinar si esas bombásticas protuberancias eran reales o estaban rellenas de silicón. Para su decepción, descubrió que eran originales de fábrica, o al menos eso parecía. Y de cuerpo ni hablar, delgada, curvilínea, cintura de avispa y culo de bachaco. Por mucho que doliera, ella misma, con todo y la cirugía plástica no les llegaba a los tobillos de la prometida de su capricho. Hasta más alta era, 1,70 mínimo. Tendría que ponerse unos zancos para llegarle al hombro siquiera. Nota mental: “Deja el capricho con el señor Axel”.
—Habiendo estudiado su currículum, las buenas notas y la recomendación de sus profesores, le vamos a asignar como asistente de la señora Gertrudis. Secretaria de Presidencia. Ella está próxima a retirarse. Bueno, en realidad su jubilación debió ocurrir hace como diez años, solo que ella no quiso abandonar su puesto durante la transición —le comentó la señora Morgana.
—¿Mientras se realizaba la fusión? —preguntó Penélope.
—No, me refería a cuando mi prometido, Axel, ante la ausencia de su padre, tomó las riendas de la empresa.
—¿Se murió?
—¿Quién?
—El papá del señor Axel.
—No, no, no. Que va. Esta en Santorini, en sus vacaciones eternas. Cómo llama él a su retiro. Al menos esa fue la ultima ubicación que reportó, puede que esté en cualquier otro lado ahora mismo. No, el señor Alejandro está vivito y coleando, con su nueva esposa —le explicó alegre la señorita Morgan.
Debía admitirlo, era bonita, carismática, simpática; no podía odiarla, aunque quisiera. La entrevista, o más bien, recepción, transcurrió de forma muy amena, muy al contrario de lo que sucedió en la fiesta de la fusión. Morgana era una delicia de persona, Penélope hasta sintió que podrían ser grandes amigas.
—Carmilla es una persona muy querida mía. Es una gran chica y con un potencial increíble para el modelaje. Ella te recomendó, te quiere mucho y confía en ti con los ojos cerrados. Es capaz de meter las manos en el fuego por ti. ¿Qué me dices, Penélope? ¿Puedo confiar en ti?
—Sí, señora Morgana. Absolutamente —afirmó sin pestañear.
“¡Qué hipócrita eres, Penélope! ¡Si estás loquita por su novio! ¡Hasta se lo quieres quitar! ¿Cómo le aseguras fidelidad deseando lo contrario?” Pensó, mientras apretaba los dientes para que no se notará sus ganas de traición".
—Excelente. Nos llevaremos muy bien —le comentó con mucha emoción la jefa.
En ese momento sonó el teléfono y la señora, o más bien señorita, Morgana le hizo una seña para que esperase. Penélope escuchó toda la conversación, no porque quisiese, sino porque la ejecutiva era muy efusiva, aun hablando por teléfono.
—¡Sí, sí, claro! Soy yo. ¿Quién más va a ser? Ahora mismo estoy entrevistando a una chica que será parte de nuestro equipo. Tenemos muchas expectativas con ella. ¡Claro! Sustituir a Gertrudis no es cualquier cosa. ¿Qué? No, tú sabes cómo es ella. No quiere jubilarse. Es más, creo que nos va a tocar llamar a la policía para sacarla de la empresa. ¿Qué? ¿Un equipo SWAT? —Rio a carcajadas—. No me des ideas. Yo tengo pensado darle una banana con somnífero, como la película de la mona que hablaba con lenguaje de señas. ¿Cómo se llamaba? ¡Sí! ¡Esa misma! ¡No, no! A mí no necesitas hacer lo mismo. Nos vemos en Bogotá en unas horas. Claro, doy ingreso a nuestra nueva adquisición y voy directo al aeropuerto.
Alguien abrió la puerta de improviso. Lo hizo sin tocar, sin pedir permiso. Y así como hizo una cosa, hizo la otra, interrumpiendo la conversación. Penélope volteó, allí estaba el príncipe azul, está vez vestido de negro. El corazón le palpitó con fuerza. ¿Por qué se tenía que descontrolar así cada vez que lo veía? “Cálmate Penélope, cálmate. La prometida de tu príncipe, que ni tuyo es, está a medio metro de distancia. Que no se note. Disimula, disimula·. La señora Morgan cortó la llamada con rapidez para atender a su flamante socio de cama.
—¡Axel! —exclamó, con su ya característica efusividad —pasa mi vida.
Era una tontería, igual ya había entrado, sin esperar invitación. Él saludó con algo de sorpresa a la chica nueva y luego se dirigió a su novia.
—Solo pasaba para saber si estabas lista. Cómo quedamos, te llevaré al aeropuerto.
—En unos minutos te alcanzo. Déjame terminar con la señorita Mármol. ¿Te acuerdas de ella?
Él negó con la cabeza.
“¿Cómo va a olvidarme si me visitó en la clínica y hasta un besito me dio en la frente?”
—Es broma. Es la chica del incidente con el mono.
—¡Axel! —le llamó la atención, la señorita Morgana —Se llama Lotario y es tu cuñado así te duela.
El joven CEO sonrió con malicia, haciéndosele dos hoyitos en la mejilla. Si bien transparentaba algo de maldad se veía hermoso, tiernamente malvado. Penélope suspiró, con un inequívoco gesto de enamorada. Primer error. Morgana tomó cuenta de ello. Los ojitos vidriosos de la chica vibraban como si un pequeño terremoto hubiera ocurrido dentro de su cabeza. O quién sabe si más abajo.
—En fin, te espero en el estacionamiento. ¡Hasta luego mi amor! —se despidió el novio.
—¡Hasta luego! —respondieron al mismo tiempo las dos mujeres.
Segundo error. Penélope, esta vez, si se percató de ello; tramenda metida de pata, hasta el fondo. Aunque la primera sorprendida fue ella misma. ¿Cómo se le ocurrió responder la despedida de una manera tan casual, como si fuese con ella? Volteó a mirar a la jefa. Tercer error. La expresión en su rostro, unida al sonrojo de sus cachetes le delataba. Así como existía la conocida pokerface, también existía la cara de culpa.
La mal llamada doña tomó el teléfono de nuevo, en realidad era una muy mujer joven, apenas mayor que ella. Penélope tenía 20 años recién cumplidos y Morgana 22. Claro, ella no lo sabía, pero algo intuía.
En fin, la susodicha marcó un número, habló bajito, con seriedad. Penélope, ya sea por vergüenza o porque el tono era muy bajo, no escuchó lo que decía. El cambio de actitud de la señorita Morgana era evidente hasta para la más despistada de las personas, estaba agria, quizá molesta.
Mientras, Axel, que no había cerrado la puerta por completo le hizo una seña a Penelope des. Se paso el dedo por la nariz, aspirando con fuerza para luego gesticular en silencio: ¡Qué rico! Nuevo sonrojo de la mencionada chica.
Después de un incómodo espacio de murmullos y silencios, la jefa por fin colgó, escribió algo en una hoja, guardó los papeles correspondientes al ingreso de Penélope. Entró una joven, la jefa le entregó una carpeta y sin intercambiar palabra,s la chica salió de la oficina. Más silencio incómodo.
—Ve a la oficina 26B12, te reportas con Blanca Rodríguez, la jefa del departamento de ablución —dijo la señorita Morgana luego de un rato, muy seria.
“¿Ablución?” Pensó Penélope. “¿Qué será eso?” En toda la entrevista la señora le había hablado de Gertrudis, la secretaria de presidencia, quien le iba a entrenar como su sustituta. Al menos eso supuso. Sin embargo, nada dijo. Obedeció y salió de la oficina de recursos humanos con un mal presentimiento.
Quiso preguntar dónde quedaba dicha oficina, de nuevo, nada dijo. Confiaría en su desvaneciente suerte y en la camaradería de los trabajadores. Mientras pensaba que hacer la señora Morgana pasó a un lado suyo y cruzó hacía los ascensores. Casi la atropelló, era otra persona, nada que ver con la amable mujer del inicio. Penélope, resignada, tomó el pasillo contrario, topando con una chica que estaba haciendo limpieza. La misma, luego de quitarse los audífonos, le indicó donde quedaba la susodicha oficina.
Una vez en frente a la puerta de la misma, se dio cuenta que de oficina tenía muy poco. Tocó, una señora, con uniforme de limpieza le abrió con rapidez.
—¿Tú eres la chica nueva? —le preguntó sin mayor protocolo.
—Sí. ¿Es usted Blanca Rodríguez?
—La misma que viste y calza. Pasa tenemos mucho trabajo y estábamos esperando el reemplazo para Laurita.
—¿Quién es Laurita?
—Era. La botaron. Tuvo la osadía de mirar con ojitos de borrego a medio morir al señor Axel, eso aquí no se perdona. Pero pasa, pasa —le respondió, empujándola hacia dentro.
Penélope, sin entender nada, se vio arrastrada a la oficina: un cuarto pequeño, de 1 metro y medio de ancho por 4 de largo a lo mucho. Un pequeño escritorio se hallaba en la esquina interior y a su lado otra puerta. El espacio era reducido y en sendos estantes, a ambos lados de la habitación, había frascos, envases, cepillos y otros enseres diversos.
Antes de que pudiera protestar o aludir alguna cuestión, la señora le hizo entrar por la puertezuela, dando a un espacio algo más holgado. Era una especie de camerino, a la vez que un deposito, había una serie de casilleros y un banco colectivo para sentarse.
La señora le entregó un paquete.
—¿Qué es esto?
—Pues tu uniforme. ¿Qué pensabas?
Penélope extrajo las prendas, no podía creer lo que veían sus ojos.
—Debe haber un error —dijo, confundida.
—¿No es tu talla? —preguntó la señora Blanca, revisando la etiqueta —Es la talla correcta según los datos que suministraste a la empresa.
—No me refiero a la talla, sino a todo. O sea, a mi puesto.
—¿Qué? ¿Quieres una oficina con vista a las montañas o al mar? Esa ya está ocupada. ¿Viniste a limpiar o a modelar? —le preguntó con ironía señalando los tacones.
Penélope se había maquillado y puesto su mejor traje, junto a las referidas zapatillas altas. Entendía lo que pasaba, pero no encontraba la forma de asimilarlo.
—Me prometieron otro puesto —anunció a media voz.
—La señora Morgana te envió para acá. Dime algo.
La chica la miró confundida, asintió.
—¿Sabes quién es el señor Axel y el compromiso que tiene con la jefa?
Penélope asintió de nuevo. La señora sonrió con malicia.
—Entonces debes saber el momento en que viste con deseo a su trofeo. La jefa es una mujer muy dulce, la mejor persona que puedas imaginar. Caritativa, comprensiva y abiertamente condescendiente. Excepto cuando se trata del señor Axel. Si estás aquí y no allá, es porque cruzaste una línea. Ten cuidado, no la cruces de nuevo, eso significaría lo último que harías… —dejó la frase inconclusa, con teatralidad e imprimiéndole algo de terror— …en la empresa.
Penélope sintió todo el peso de su error, había comenzado con el pie izquierdo, y en tacones.
—Departamento de ablución… —dijo con tristeza.
—Un nombre rimbombante para el personal de limpieza. Aunque, de seguro, le daras un toque de glamour al equipo trapeando en tacones.
No daba risa, sin embargo, acompañó a la señora en su expresión de burla.

Axel AlexADonde viven las historias. Descúbrelo ahora