La Manzana

7 1 0
                                    

Carmilla, fiel a su palabra, al día siguiente acompañó a Penelope hasta la entrada de la empresa.

—Penélope, recuerda: el trabajo dignifica. No te sientas humillada por trapear, no le des el gusto a la señora Morgana. Evita a tú sabes quién. Si estás en problemas escribe, yo haré lo posible por ayudarte. Ya sea con mi presencia o mis palabras —le dijo Carmilla guiñando un ojo.

—Prometo hacer mi mejor intento —contestó la joven.

—¡Bien! Has todo lo posible y cuando te falle la voluntad o sientas la tentación, llámame. Todo es provisional. Todo pasa. No estarás en el departamento de limpieza para siempre.

Penelope asintió. Entonces se despidieron con un abrazo, Carmen cruzó la calle, al Morgan Building, mientras ella entró a la Torre Rousel. Sin prestar atención a las miradas, fuesen hombres o mujeres, fue directo al departamento de ablución, apenas viendo hacia los lados, solo lo suficiente para no tropezar con nada o nadie. Escuchó murmullos, gente andando de aquí para allá, el sonido del motor eléctrico del ascensor. Nada de eso importaba. Eran elementos abstractos en un ambiente neutro que fabricó para sí misma. Al entrar a la "oficina", la señora Rodríguez le entregó un paquete.

—Son tus botas de seguridad. De hoy en adelante no tienes por qué trapear con tacones.

—Exactamente por eso me traje unos tenis, por ser más cómodos.

—Sí, puede ser, pero por normas de seguridad debes usar los que te otorga la empresa —dijo la señora con autoridad.

—¿Por qué no me los dio ayer?

—Tú sabes por qué. Órdenes de arriba. Te tiraron a sacar muchachita, pero aguantaste. Estoy orgullosa de ti.

Penélope se percató de la maldad implícita en la acción. Entendiendo que la señora Blanca no tenía la culpa. Solo había seguido instrucciones. Suspiró y tomó el referido calzado. Efectuó el cambio de ropa, colocándose el uniforme; se calzó las botas y observó que le quedaban poco menos que perfectas. Si bien eran de seguridad, con su correspondiente punta de hierro, eran de corte bajo, razonablemente cómodas y femeninas hasta cierto punto. Sí, podría con ello.

—¿Le puedo pedir un favor señora Blanca?

—Por supuesto. Dígame, ¿qué será?

—Le pido me exonere de limpiar en el piso veintiséis. Allí están usted sabe quiénes y quisiera evitar malos entendidos.

—Pues eso precisamente te iba a decir. Estamos pensando lo mismo. Me agrada que lo tomes así. Debes alejarte del peligro. No te preocupes, le diré a Toñita que se encargue.

—Otra cosa, ¿puedo usar audífonos?

—¡Claro! Mientras todo esté limpio y reluciente no importa la música que escuches. La Antonia oye reguetón a todo volumen, pero hace bien sus labores.

—¡Gracias! No se preocupe, solo escucho románticas, chatarritas y boleros. Tengo espíritu de viejita.

La señora sonrió e hizo una mueca sarcástica.

—¡Hey! ¡Vieja tu abuela! Yo escucho lo mismo. Si me dices vieja otra vez te pongo a trapear en tacones de nuevo.

Penélope echó a reír, tomó sus implementos y partió a las tareas designadas. No sin antes dar un abrazo a la confundida señora. Ésta no le correspondió la muestra de cariño, no porque le desagradara la muchacha, sino porque le tomó por sorpresa.

—Ya, ya. No exageres, porque me abraces no te voy aumentar el sueldo. No está en mi poder. Lo único que puedo aumentarte es el trabajo.

—Ni siquiera he cobrado la primera vez.

Axel AlexADonde viven las historias. Descúbrelo ahora