Capítulo 1

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La historia nos enseña que los justos son los que deben pagar las trasgresiones de los pecadores, ¿debería regocijarme por el sufrimiento de los inocentes? ¿No se supone que son los pecadores los qué merecen sufrir? Perdona esta oveja descarriada, mi mente es confusa y no consigo acallar mis dudas. Perdóname por dudar de ti. Es tan solo que... ya no puedo soportarlo más. Concédeme tu ayuda y fortalece mi espíritu, que sus muertes ya no me afecten.

Capítulo 1

Desde que tengo memoria, he vivido en el orfanato Manuel Antonio, ubicado en la provincia y ciudad de Santiago del Estero, Argentina. No tengo apellido, solo soy Julieta. Cuando era niña, veía esto como una oportunidad, un espacio en blanco para que alguien me adoptara y pusiese su apellido al lado de mi nombre para darle el punto final a mi identidad. Con el tiempo, dejé de sentir esa necesidad, ya no era necesario; solo era Julieta. Hasta dejé de imaginar y soñar con apellidos que combinaran bien conmigo.

El orfanato llevaba el nombre del cura que luchó para su fundación, él era descrito como un hombre amable y bondadoso, al igual que todos los sacerdotes de los que solo se mencionaba su lado bueno. Con más de dos siglos de historia, el orfanato era muy conocido, aunque siempre solían mencionar que sus mejores épocas terminaron. Ahora, en pleno 1991, los diferentes apoyos financieros con los que contábamos se redujieron, o como decía la madre Anna: "Estamos secos". Más de una vez la oía quejarse por el actual presidente Menem, lo que me resultaba muy gracioso. Nunca voté, y tampoco tenía edad para hacerlo, pero sin duda lo haría por alguien que le trajera problemas a la madre Anna.

El orfanato Manuel Antonio era un edificio viejito, viejito, pero que se mantenía firme a pesar de todo. Ocupaba casi toda una cuadra, lo que nos otorgaba un patio delantero y trasero bastante amplio donde poder pasar los escasos recesos con los que contábamos durante el día. Las paredes del edificio eran de un amarillo girasol, lo que permitía ocultar ciertas manchas y que no se ensuciase demasiado. Tenía entendido que la última vez que lo pintaron fue veinte años atrás.

El terreno estaba cercado por una malla de acero y algunos pilares de ladrillos, lo que nos permitía ver al exterior. En mis diecisiete años —casi dieciocho—, jamás conocí otra parte de la ciudad. El orfanato era el único edificio alto en la zona, era un gigante de cuatro pisos que destacaba con facilidad gracias a que estamos rodeados por unas cuantas tiendas y casas más pequeñas. Estábamos bastante apartados del centro de la ciudad, desde la terraza se podía observar la ruta a varios kilómetros de distancia. No teníamos contacto con otras personas, era como si estuvieramos aislados y nos evitaran. 

La entrada del orfanato estaba decorada con un cartel de madera que mostraba su nombre, junto a un imponente portón negro por donde los vehículos podían entrar. Los visitantes eran guiados por un camino de adoquines grises hasta la puerta principal, bajo un par de árboles de chañar que brindaban una sombra refrescante. La copa densa de los árboles cambiaba de color según la estación, regalando diferentes bienvenidas: en primavera se pintaba de amarillo y se mezclaba con las paredes del orfanato, en verano mantenía un vivaz color verde, y otoño e invierno, pareciera que, al igual que a mí, no le gustaba el frío y se vestía de tristeza con tonos apagados y amarronados.

Éramos cuarenta "bendiciones" en el orfanato, como solía llamar la madre Anna cuando había visitas y actuaba con amabilidad. La mayoria eran menores de trece años, a excepción por dos corderitos abandonados y con mala suerte: mi mejor amigo y fiel compañero Agustín, y yo.

Comprendía que llamarnos "abandonados y con mala suerte" resultaba redundante, ya que éramos huérfanos al igual que todos, pero nuestro caso tenía cierta particularidad, en el orfanato Manuel Antonio ningún niño llegaba hasta los quince años sin ser adoptado. Era casi como una "rito" especial. Cuando uno se acercaba a esa edad, lo despedíamos con anticipación y celebrábamos pequeñas fiestas en su honor antes de que partiera. Incluso recuerdo que tuve mi propia fiesta, fue bastante extraño que nadie viniera por mí. Por eso, con Agustín nos ganamos el apodo de "los abandonados". Realmente curioso, ¿no? Y tal vez sonara egoísta, pero me alegré y me alegró cada día en que no se llevaban a Agustín, él era la única persona que realmente consideraba mi familia. Imaginar mi vida sin Agustín... sería como visualizar los árboles de chañar en invierno: triste y sin color.

No Todos Los Huérfanos Van Al Cielo #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora