Capítulo 9

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—¡Dame fuerzas en estos tiempo de necesidad, señor mío! ¡No defraudes mi esperanza! Ayúdame y estaré a salvo; así siempre cumpliré tus leyes. Concédeme un poco de tu poder, aunque sea un poco, mi voluntad es frágil y no quiero apartarme de nuevo. Debo comportarme, comportarme como los demás lo hacen. ¡Mantenme lejos de las ofrendas, que no entorpezcan mi camino! Aún puedo salvarme, tu misericordia es abundante, me has concedido una última oportunidad, solo debo sobrevivir hasta el día de celebración y podre demostrar mi verdadera fe. 


Capítulo 9

Desperté con el cantar del gallo, mejor dicho, fui salvada por su sonido estruendoso. Estaba bañada en sudor y sentía que una presencia me observaba desde la oscuridad. Traté de levantarme, pero mis piernas temblaron y el vértigo me tumbó al suelo. Me arrastré desesperada hasta la ventana, anhelaba un poco de aire fresco. Para mi desgracia, me había olvidado que se encontraba sellada.

Los rincones de mi habitación me inquietaban, de verdad creía que alguien estaba ahí. Era una sensación muy familiar que siempre me acosaba luego de mis pesadillas. La sombra de la monja Adela jamás dejo de perseguirme, sin importar los años que pasaron desde la última vez que la vi.

Entre tropezones, llegué hasta la mesa de luz y prendí la lampara, su brillo fue un consuelo frágil para tranquilizar mi mente y ahuyentar mis miedos. Me recosté sobre la cama mojada y cerré los ojos intentando calmarme, era importante recuperar el aliento.

Siempre que mencionaba a Leito o Marquitos, era castigada con sueños horribles. No lograba recordar lo que sucedía en ellos, lo que me dejaba desconcertada y con una desagradable angustia recorriendo mi cuerpo. Estaba segura de que eran demasiados malos, tardaba algunos minutos en dejar de temblar y volver a la normalidad.

Los pocos que no lograba olvidar, tenían algo en común, no podía moverme y era invadida por un ser grotesco y monstruoso que me asfixiaba. Tan solo de pensarlo mi piel se erizaba y empezaba a sentirme acechada.

Los pasos pesados de doña Carmen retumbaron en el pasillo, anunciando su llegada a la escalera, la cual debía descender con precaución debido a su sobrepeso que le dificultaba las tareas diarias. A pesar de no haberme recuperado por completo, me preparé rápidamente y acudí a su ayuda. Mis responsabilidades no podían esperar, era hora de levantarse.

Doña Carmen y don Paco no supervisaban mis quehaceres, daba la impresión de que no les importaba. Solo me decían lo que debía hacer y dejaban que los completara a mi tiempo. Obviamente, los realizaba sin falta, aprendí en el orfanato a cumplir con mis obligaciones. Además, no quería echar a perder la libertad con la que nos premiaban.

El sol se alzaba en horizonte, regalando una pacífico y cálido saludo. La brisa de campo me acariciaba con ternura, reconfortando mi espíritu. Mis ojos se deleitaban con el inicio de un nuevo día, podía disfrutar de las maravillas de la naturaleza y su agradable recibimiento. El cantar de los pájaros mañaneros dibujaba una sonrisa en mi rostro, su alegría se esparcía por mis oídos.

El aroma a roció y tierra húmeda me acompañaba en mi corta caminata hasta los gallineros, donde mi primera tarea era recoger los huevos. Me desagradaba el olor a heno, gallina y excremento, pero por alguna extraña razón también me divertida. A mi lado llevaba mi confiable canasto de mimbre, áspero y liviano, perfecto para recoger lo que vine a buscar.

Las primeras veces me asombré con la cantidad de huevos, no esperaba que una sola gallina pudiera poner tres por día. Durante la semana, de doce gallinas sacábamos 252 huevos, los cuales Paco llevaba al pueblo para vender o intercambiar. Sin importar que tantos consumiéramos, sería imposible para nosotros gastar toda esa cantidad.

No Todos Los Huérfanos Van Al Cielo #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora