𝓹𝓪𝓼𝓪𝓭𝓸 𝓭𝓮 𝓻𝓸𝓮𝓲𝓻

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Roier de Luque nació una cálida noche del 9 de agosto, con una serenidad que sólo se podía describir como mágica. Desde su llegada al mundo, fue un bebé que encantaba a todos. Su cabello castaño oscuro contrastaba con su piel clara y suave, mientras sus ojitos negros profundos miraban con una curiosidad tranquila. Era un bebé perfecto, un pequeño ser destinado a grandes cosas.

Sus primeros años fueron un reflejo de esta perfección. Roier vivía en un hogar lleno de amor, donde sus padres lo adoraban. Se sentía querido, protegido, y no había un solo día en que no recibiera mimos y atención. El mundo de Roier era un lugar feliz, lleno de risas, juegos y abrazos cálidos.

(Pov Roier)

Mi infancia fue perfecta. Tenía unos padres que me adoraban, que me llenaban de cariño. Era feliz, y todo parecía estar en su lugar.

Pero no todo permanece igual. Cuando tenía ocho años, nació mi hermana. Al principio, me emocioné muchísimo. Tener una hermana era algo que había esperado con ansias, alguien con quien jugar y compartir mis días. Pero poco a poco, esa emoción se fue desvaneciendo. Mis padres comenzaron a prestarle más atención a ella y, sin darme cuenta, me fui quedando en segundo plano. Ya no recibía los abrazos de antes, ya no estaba bajo el foco de su atención. Un día, incluso se olvidaron de mi cumpleaños. Ese fue el momento en que supe que mi mundo ya no sería el mismo.

Los días pasaron, luego las semanas, y finalmente los años. Cuando llegué a la preparatoria, todo cambió de nuevo, pero esta vez, para peor. Fue el día en que ocurrió "el accidente". Llegaba de la escuela, cansado, cuando mis padres me pidieron que cuidara a mi hermana. Me dijeron que ya era grande, que sabía lo que hacía. Me puse a preparar la comida, pensando que todo estaba bajo control.

Pero sólo bastó un segundo de distracción. Escuché un estruendo en la cocina y, cuando llegué corriendo, vi a mi hermana en el suelo, gritando de dolor. La cazuela con agua hirviendo le había caído encima. Mi corazón se detuvo. La tomé en mis brazos rápidamente y la llevé al fregadero, intentando calmar sus quemaduras con agua fría, pero sus gritos me rompían por dentro. Cada segundo que pasaba sentía que el dolor la consumía y yo no podía hacer nada para detenerlo.

Llamé a mis padres, y cuando llegaron, la tomaron de mis brazos y corrieron con ella al hospital. Yo esperaba algún consuelo, alguna palabra que me dijera que todo iba a estar bien. Pero en lugar de eso, lo que recibí fue la peor de las condenas.

Aquella noche, mis padres regresaron del hospital, pero en vez de consuelo, lo único que recibí fue su enojo. Sus miradas eran de pura ira, y sin siquiera escuchar una explicación, mi padre se abalanzó sobre mí.

—¡Todo esto es tu culpa! —gritó, y sin más, me golpeó con una furia descontrolada.

Caí al suelo, y los golpes continuaron. Mi cuerpo se estremecía de dolor, pero el peor dolor no era físico, sino el de saber que mi padre, el hombre que me había protegido, ahora descargaba su furia sobre mí. Golpe tras golpe, no se detuvo hasta que quedé inconsciente en el piso, sumido en una oscuridad que parecía no tener fin.

Pasaron los meses, y mi hermana mejoró poco a poco. Sus quemaduras sanaban, y finalmente, fue dada de alta. Pero para mí, las cosas no cambiaron. Si bien los golpes se detuvieron después de su recuperación, los insultos nunca cesaron. Mis padres ya no me miraban con el mismo cariño de antes; ahora sólo veían en mí una decepción. Cada palabra que me decían era como una daga, recordándome constantemente mi fallo.

𝓜𝔂 𝓵𝓲𝓽𝓽𝓮 𝓫𝓸𝔂 (Guapoduo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora