Epílogo

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"Te dedico todos los honores a ti, por regalarme ese mar profundo, ese cielo oscuro y esas praderas acogedoras. Ya no puedo imaginar un futuro sin ti." (Miye Lee)

Un año después

Cibel se encontraba sentada en la arena, concentrada en su esposo que, en ese momento, no reparaba en absoluto en ella. Su mirada dorada, repleta de fascinación, estaba enfocada en la pequeña bebé que sostenía en brazos. Su Lucienne Saint-Clair, de apenas unos meses de nacida.

Cerca, estaba su hijo Antoine recorriendo la playa con Jake Drummond. Dos pequeños incansables, que jugaban, corrían y hacían tanto ruido que podrían despertar a los muertos.

Miró hacia la casita que se encontraba cerca. La que había sido su hogar ese último año y que en años de matrimonio ni siquiera había sabido que existía. Apenas podía creerlo, que de verdad hubieran tenido un año completo para ellos, como familia, con la carga más leve posible de asuntos de la regencia.

Al menos en cuanto a Jules, que se limitaba a reunirse con miembros del Consejo, pero todavía sin dar señales de incorporarse de lleno al Castillo de Grianmhar.

Ella sabía que, aunque no se lo había dicho, había llegado el momento.

Con la misiva del rey, y la renuncia de Jules a obtener el permiso para formar una guardia privada de Artem, iban a incorporarse como lord y lady Saint-Clair.

Cibel se había esforzado ese año por aprender todo lo que pudiera al respecto. Se comunicaba constantemente con Soleil, quien resultó no solo ser una excelente fuente de información sobre sus funciones, sino una entusiasta escritora de cartas. Sus relatos eran de lo más entretenidos...

–¿Podemos bañarnos en el mar? –pidió Antoine, suplicante. Cibel suspiró–. ¡Mamá!

–Bueno... –Cibel se incorporó y dirigió su mirada a Jake– ¿tu idea?

–¿Por qué crees eso, tía? –Jake contestó, con una enorme sonrisa.

–Dioses, no quiero imaginar cómo será cuando crezcas –Cibel le brindó una sonrisa–. Vamos, pues, porque de ahí –indicó hacia Jules– no obtendremos ayuda alguna.

Su esposo no protestó ni dio señales de haberlos escuchado. Al menos, no hasta que ella estuvo en el agua y encontró sus ojos dorados, brillando de alegría.

–Me las pagarás, Jules Saint-Clair –murmuró. Y podía jurar que, de alguna manera, la había escuchado, pues soltó una carcajada, que hizo que la bebé en sus brazos elevara sus manitos hacia el rostro de su padre–. Dioses, lo amo.

–También te amo –gritó Jules por sobre la brisa que se había elevado. Cibel rió y continuó vigilando a los niños que estaban disfrutando de las olas.


***


Jules dejó a su bebé en la cuna y no pudo resistirse a acariciar su cabello oscuro una última vez. Formaba un bonito contraste con sus ojos dorados, que en ese momento se encontraban cerrados. Lucienne estaba profundamente dormida.

–Se parece a mí –musitó Cibel, suspirando–. Aunque tiene tus ojos.

Jules pasó el brazo por la cintura de su esposa y sonrió.

–Me encanta que se parezca a ti –respondió Jules, besándole la sien– es perfecta.

–Hmmm... –Cibel alargó un dedo hasta la mejilla suave de su hija– realmente, es preciosa. Nuestra Lucienne.

–Sí que lo es –confirmó, mirando de su hija a su esposa–. Te amo, mi Belle.

–Jules... –Cibel giró y encontró su mirada. Sonrió– yo también. Milord. Mi Jules.

–¿Preparada para volver y ser lady Saint-Clair?

–Pensé que ya era lady Saint-Clair –respondió, risueña.

–Sabes lo que quiero decir.

–Lo sé –Cibel se puso de puntillas y besó a Jules en los labios– estoy lista.

–Excelente. Le escribiré a Soleil para dejárselo saber.

–De acuerdo.

–Al finalizar esta semana –exclamó Jules, rodeando con los brazos a su esposa–. Siempre encontraré tiempo para ser solo tuyo, Belle –prometió.

–Eso espero. Porque yo haré lo mismo por ti, Jules.

–Dioses, más te vale –rió Jules, estrechándola con fuerza–. Te quiero –susurró en su oído–. Belle...

–Sí.

–¿Cómo sabes qué voy a decir?

–¿Acaso importa? Al final, te diré que sí, esposo mío. Así que...

Jules la llevó de la mano hasta que dejaron la habitación. Luego pasaron por el solar en que Antoine y Jake estaban jugando, siendo vigilados por sus tutores. Jules continuó llevándola hasta el despacho y cerró la puerta.

–Tengo algo para ti, Belle –le extendió un cofre– ábrelo.

Cibel lo alcanzó rápidamente, con curiosidad. Encontró dentro un collar relicario de oro. Lo abrió y vio que contenía dos retratos. De Antoine y Lucienne.

–Dioses, ¿cuándo lo encargaste? ¿Cómo...?

–Todavía tengo alguna que otra sorpresa para ti, esposa mía –dijo Jules, risueño.

–Tus talentos me seguirán sorprendiendo hasta el fin de los tiempos, no lo dudo, milord.

Él rió ante la exagerada declaración. Luego alcanzó el collar de sus manos y lo colocó en el cuello de Cibel.

–Te queda precioso.

–Es bello –Cibel lo tomó, sonriendo– y tan dorado como tus ojos.

–No – Jules negó– Es porque eres mi sol, Belle. ¿Cómo podría ser de otro color?

Cibel se acercó nuevamente a Jules, pero esta vez él no la dejó apartarse sin que le diera un largo beso.

–Te amo, Jules Saint-Clair.

Jules elevó una mano para acariciar el cabello de su esposa. Y, al encontrar sus ojos, sintió como, una vez más, el amor inundaba por completo su corazón.

Esto era. Todo. La felicidad. La completa y absoluta felicidad.

Fin 

**¡Gracias por acompañarme en esta historia corta! Estoy emocionada, porque no pensé que llegaríamos a ver la historia de Jules Saint-Clair y su Belle, pero aquí los tenemos. Espero que  hayan disfrutado leerla tanto como yo de escribirla. Seguiremos por el reino de Ghrian, así que ojalá se animen a continuar acompañándome con el resto de los Drummond cuando lleguen. Abrazo grande.**

Un día (Drummond #2.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora