Prólogo

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"No he conocido a nadie que tenga dentro tanto sol como tú" (Charles Bukowski) 

Jules Saint-Clair estaba muerto.

O al menos eso es lo que estaba seguro de que había sucedido, pues momentos antes del accidente de carruaje, había visto cómo la vida que había vivido transcurría ante sus ojos, como si fuera alguien externo que la estuviera presenciando a lo largo de los años.

Su último pensamiento fue para Antoine, su pequeño, al que no podría ver crecer. Dioses, eso es lo que más dolía, lo que, en verdad, opacaba a cualquier estímulo externo.

Sus ojos permanecían cerrados, pero, de pronto, sintió curiosidad sobre si sería capaz de abrirlos. Si, en esos momentos previos a partir a donde quiera que se fuera al morir, él podría ver algo más. Quizás a su hijo... y a su hermana. Las dos personas más importantes de su vida.

La luz fue cegadora. Pensó ver el perfil de su hijo... que fue aclarándose y notó se trataba de alguien más. Su esposa, quien también había estado en el carruaje.

Pestañeó con un esfuerzo que nunca pensó sería necesario emplear para esa sencilla tarea. Y encontró que ella también había abierto sus ojos. Azules, aterrados. ¿Sus facciones siempre habían sido tan similares a las de su hijo? No lo recordaba.

Sin ser del todo consciente, sintió que su mano buscaba la de ella. Qué irónico, que estuvieran juntos en la muerte, como si las palabras pronunciadas el día de su boda hubiera sido alguna clase de maleficio.

Sus dedos se cerraron en el brazo de ella. Y los dos reaccionaron... a los ruidos externos, de alguien que se aproximaba.

Al parecer, no estaban muertos. O, al menos, todavía no.

¿Por qué habían tomado esa ruta? ¿Por qué ella había sido tan insistente al respecto? ¿Por qué él la había escuchado? ¿Importaba siquiera?

Trató de abrir la boca para decir algo, lo que fuera, pero no halló su voz. Ella continuaba con los ojos fijos en él... dioses, no había muerto... ¿o sí?

No estaba seguro de cuánto tiempo pasó, pero había cerrado los ojos unos instantes y de pronto sintió los dedos de ella aferrándose a su brazo.

Respiró aliviado. A pesar de todo, él no deseaba que muriera. Ninguno de los dos, porque tenían un hijo por el que vivir.

Voces en el exterior. Varios pasos que se acercaban. ¿Era la comitiva que los acompañaba?

Cuando fue nuevamente consciente, estaba en una carreta, siendo transportado a través de un paisaje de espeso bosque que no conocía y su esposa ya no estaba a su lado. Ni, aparentemente, ninguna otra persona de su comitiva.

No sabía si la persona que conducía era un desconocido. Pero, definitivamente, los dos hombres que lo vigilaban desde arriba sí que lo eran. Y lo sintió. Estaba perdido. 

Un día (Drummond #2.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora