Capítulo XVI: Cosas de brujas

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No se podía decir que Sebelinda fuera buena candidata para espía. No con la boca amoratada y los ojos rodeados de ojeras, mucho menos con la profusa transpiración—que no tenía nada que ver con el calor porque ella estaba aclimatada— sino con el miedo atroz a ser descubierta.

Se quedó lo justo en el médico hasta que le cambió las gasas, comprobó que no existía infección, y, por último, le sugirió hacer unos puntos de sutura; momento en que la curandera puso pies en polvorosa acusando fobia a las agujas y un sinnúmero de señas que oscilaban entre «usted está loco» y «te podés ir a la mierda».

En realidad, le hubieran gustado los puntos de sutura, pero se demoraría demasiado y algo la urgía más. Las mujeres que salieron del consultorio del médico, justo antes que la atendieran a ella, el fuerte olor a hierbas que despedían era inconfundible. Una de ellas podía ser la bruja que, indirectamente, la terminó llevando a la salita médica. Y, como Sebelinda creía en las casualidades, no podía ser otra cosa que un mensaje de alguien... o algo. Tenía que seguirlas, saber más. Tal vez, donde tenían el niño. Después podía avisar anónimamente a la policía.

Salió disparada de la estación sanitaria. Buscando con la mirada a las mujeres, eran cinco y muy bien vestidas, algunas jóvenes y otras mayores. No podía ser tan difícil ubicarlas. Para colmo de males seguía sin poder hablar por su herida en la lengua, sino le habría preguntado al médico... de alguna forma.

No le quedó más remedio que hacer algo que no le gustaba. Se acercó hasta un árbol de cierta edad, uno que tenía un buen espacio con tierra a la vista sobre sus raíces. Por desgracia, era mediodía, y la gente estaba amontada a su sombra, ya que un puesto de empanadas lo usaba como galpón habitual de sus actividades. Disimuladamente, la curandera recordó una extraña enseñanza de su abuela, no la había puesto en práctica nunca, pero la anciana solía decirle: ante la duda, pregunta a los viejos, y no hay nadie vivo, más viejo que los árboles.

Empujó a unos cuantos viandantes hasta que logró apoyar la espalda contra el árbol, no sabía de qué tipo, pero parecía viejo por la enorme copa y las ramificaciones, también por los nudos de las raíces apareciendo por varios lados, levantando incluso la acera de cemento alisado. Sebelinda se sacó disimuladamente las alpargatas, apoyó ambos pies descalzos sobre tierra y tocó la corteza a sus espaldas. Cerró los ojos y mentalmente comenzó a llamar al espíritu del monte, al pastor de árboles y bestias, tal como le indicaran. Eso le daba mucho miedo. Primero no sintió nada, más que algún comentario jocoso de la gente. Y después, de a poco, otras sensaciones... diferentes.

«Cansancio. Dolor», dijo una clara y profunda voz en su mente.

«Padre del Monte», respondió Sebelinda, ahogando un miedo atroz. Era una presencia abrumadora la que sentía a sus espaldas, en los pies, y por sobre su cabeza.

Un ruido como el entrechocar de muchas ramas agitadas por el viento, le contestó.

«No, pequeña hermana, no soy el pastor, solo un mensajero», y el extraño ruido anterior se repitió un poco más. Era la risa del árbol. Sebelinda se aseguró de ruborizarse.

«Perdón, mensajero, nunca había hecho esto antes», se excusó con sinceridad, porque no había otra opción, en ese tipo de comunicación no se puede mentir.

El guayacán le envió un agradable calor a su espalda y su mano en contacto con la corteza, y hasta las plantas de sus pies se sintieron menos agotados.

«Nada que perdonar, pequeña hermana. Puedo sentir que tus intenciones son buenas, aunque teñidas de miedo y dolor. Por eso dije lo del cansancio y el dolor, eran los tuyos.»

Sebelinda se quedó transfigurada por la comunicación, si hubiera conocido hombre como ese árbol..., no quería ni pensar. El guayacán rio de nuevo a su manera, y esta vez la gente del puesto de empanadas se quejó porque caían muchas hojas sobre su comida.

Supay (Leyendas de la Periferia - Vol. II) (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora