Capítulo III: Beto

42 12 42
                                    

El usualmente cálido viento del Kalahari acariciaba las pantorrillas desnudas de Norberto Céspedes, pero en lugar de causarle la habitual incomodidad, un escalofrío inusual recorrió su cuerpo. Hundió las manos en los bolsillos de su pantalón corto cargo e intentó abrigarse. La esbelta mujer negra a su lado pasó un brazo por su cintura y apoyó la cabeza en su hombro. Era al menos una cabeza más alta que él.

—¿Qué ocurre, Mpumi(1)? —preguntó en perfecto inglés, con esa voz dulce y melodiosa que traía en sus cadencias toda su herencia zulú.

Norberto, Beto para sus amigos, encogió los hombros. No sabía cómo explicar su súbita reacción.

—Nada, Zenele... no sé —contestó, tratando de quitarle importancia.

—Tienes la piel fría —comentó la mujer—. Como después de hacer el amor.

—Ahí viene. Ya era hora —se quejó Beto, señalando la puerta del templo.

El Padre Roger Collins cerraba la puerta de la legendaria iglesia de Moffat y se acercaba hacia ellos con una maleta negra y una Biblia bajo el brazo.

Beto no entendía por qué el chamán zulú le pidió especialmente a Zanele que lo llevara. Después de todo, Beto no se consideraba un hombre de fe, era un científico. Había llegado a África hacía cinco años para colaborar con Médicos Sin Fronteras en calidad de bioquímico. Con la ONG había recorrido varios países ayudando a refugiados y comunidades en situación de riesgo, es decir, gran parte del continente. Más de una vez lo habían perseguido y golpeado; tenía una cicatriz en la pierna izquierda de cuando escapó de un ataque de señores de la guerra en un campo de refugiados en Sierra Leona. Eso fue un milagro, o al menos eso creían sus colegas de la organización. Las milicias tomaron el campamento y Beto escapó hacia la selva, pero regresó durante la noche para rescatar a todos los niños y mujeres que pudiera. En la oscuridad, se deslizó por el campamento y logró sacar a ochenta y una personas sin que ninguno de los guerrilleros despertara; estaban como borrachos o dormidos. Sin embargo, uno de ellos se despertó, le dijo algo y, sin mucha puntería, le disparó. Lo extraño era que Beto no podía recordar lo que dijo ese hombre, pero estaba seguro de que era en español, su idioma nativo. Muy extraño.

Ahí conoció a Zenele, su thanda o amada. Ella era una estudiante de medicina que asistía en la «clínica» zulú, trabajando ad honorem para combatir el flagelo del SIDA en su comunidad. Aunque la diferencia de edad era sustancial —Beto era diez años mayor—, fue como encontrar su alma gemela. Era la paz que nunca había encontrado y que lo había impulsado a vagabundear lejos de su Argentina natal. A los ojos de Beto, Zenele era una diosa de ébano con casi un metro ochenta de altura y la gracia de una pantera.

Al principio, eran una pareja mal vista por los zulúes, pero el chamán de la tribu intervino y, como por arte de magia, los aceptaron de la noche a la mañana. Inmediatamente, Beto fue incorporado al equipo de fútbol local, principalmente por ser argentino y por la fama legendaria que tenían en ese deporte. Era común que Norberto se desesperara durante los partidos y comenzara a dar instrucciones en el campo, especialmente cuando estaban perdiendo. Cuando eso sucedía, los zulúes se reían, mostrando sus hermosos dientes marfileños que contrastaban con su piel caoba. Eran un pueblo magnífico, orgulloso a pesar de todas las dificultades. Jocosamente, lo apodaron "Capitán Beto", sin imaginarse que una de las canciones más emblemáticas del rock argentino tenía el mismo nombre.

Zanele y Beto compartían una modesta casucha, similar a las demás en el barrio zulú: pequeñas, hechas de ladrillos de adobe y con pisos de cemento alisado. Tenían un panel solar para el refrigerador, que era su único lujo. Su vida era simple pero encantadora, pasaban horas interminables en el hospital, acompañándose mutuamente incluso cuando uno de los dos le tocaba descansar.

Supay (Leyendas de la Periferia - Vol. II) (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora