Capítulo VI: Los recuerdos vuelan

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Beto miró con sentimientos encontrados por la ventanilla. El ala se inclinó mientras el avión giraba para entrar a la pista. La torre de control, el popular micrófono del aeropuerto de Ezeiza, le pareció un dedo negro y obsecuente que lo saludaba de manera obscena. Hacía ya varios años que no regresaba a Argentina, todavía no tenía muy claro por qué, pero después de lo ocurrido en la aldea con el padre Collins, partes de su memoria comenzaban a volver de forma caótica. Se daba perfecta cuenta que había perdido más de lo que pensaba; no eran lagunas mentales, sino océanos de recuerdos suprimidos. Algunos eran por demás inquietantes y hubiera preferido no saberlos, pero ya rondaban desbocados en su cabeza, rebotando sin ton ni son.

El avión carreteó sin problemas por la pista hasta detenerse, y algunos minutos después Beto ya esperaba en la cinta transportadora por su equipaje. Quería salir rápido del aeropuerto internacional y llegar al de cabotaje antes que anocheciera, para tomar el último vuelo hacia el norte. Eran casi cincuenta kilómetros entre un aeropuerto y otro. Salió al recibidor y esperó con impaciencia en la cola de viajeros esperando un taxi, odiaba las multitudes en general, ese bullicio constante de las masas al desplazarse por el mundo. Pensó por quincuagésima vez en Zenelle, y en la forma que habían terminado las cosas, la culpa le remordía las entrañas; pero era lo mejor hasta que pudiera recuperar ese pedazo de su vida que hasta hacía unos días no existía. Sacó su celular y miró la foto de su esbelta y hermosa reina pantera, como le gustaba llamarla.

Un golpe sordo sobre su equipaje lo sacó de su ensoñación. Alguien había arrojado una pesada maleta sobre su mochila de viaje.

—¿Algún problema? —desafío la voz de un hombre a sus espaldas.

Beto guardó el celular en el bolsillo y se giró lentamente, con la cara llena de promesas de dolor y los puños cerrados. El otro hombre era aproximadamente de su estatura y edad, con el cabello prolijamente cortado a la americana, la tez blanca pero bronceada se escondía detrás de unos anteojos que podían ser lupas. A pesar del aspecto casi académico, se notaba que el sujeto estaba en buena forma física.

—No le pego a los cuatro ojos —masculló con desprecio.

—Entonces... de un besito, ni hablar ¿no? —contestó el otro con toda seriedad.

Se quedaron midiéndose un instante, y después se abrazaron entre carcajadas de sincera alegría. Se atolondraron preguntándose al mismo tiempo infinidad de cosas, como esos que realmente quieren saber.

—Miguelito ¡Tantos años, hermano! —dijo Beto, todavía aferrándose a los brazos de su viejo amigo.

—¡Lo mismo digo! No sabés... te llamé hace unos días y no te encontré. Ya habías cambiado de número. Tampoco me contestaste por redes sociales ¿Qué vivís en un tupper, boludo? —se quejó Miguel, divertido.

Beto se río con ganas. Todavía no salía de su asombro, porque también él había pensado mucho en Miguel esos días, pero entre la vorágine de su «huida» fue postergando la llamada.

—Pasaron «cosas» —atinó a decir.

Miguel lo miró de esa forma que solamente él podía. Detectó el ligero palpitar bajo el ojo izquierdo de su amigo, los labios apretados, la sudoración de las manos, y los hombros encorvados. Beto estaba bajo un gran estrés, aunque disimulaba muy bien.

—¿También vas a casa? —preguntó Miguel, esquivando un momento la situación. Ya habría tiempo.

—Sí... —Beto miró a su amigo y con la mirada se dijeron más que con palabras. Miguel trataba de mantenerse tranquilo, pero también estaba inquieto—. Y creo que tenemos mucho que decirnos.

Miguel asintió en silencio con un claro gesto de tristeza. Les tocaba un taxi y subieron juntos. No hablaron de lo que necesitaban, sino de todo lo que hicieron hasta reencontrarse.

Supay (Leyendas de la Periferia - Vol. II) (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora