Capítulo XXIV: MIO

16 4 6
                                    

Dos pasos. Carcajada. Un paso. Siseo. Dos pasos. Gritos.

El vaho maligno era cada vez más fuerte, casi una pared. Celestina se detuvo a mitad del pasillo a las habitaciones, que no tendría más de diez pasos de principio a fin. No podía seguir así. La familia la seguía un par de metros más atrás, algo apretujados entre las angostas paredes. La curandera sabía que algo horrendo la esperaba al final del trayecto, no sabía qué tanto, pero era feo y vil. Se giró para indicarles a los residentes que retrocedieran, y no pudo dar crédito a sus ojos. La espesa neblina que solo ella veía, se arremolinaba alrededor del niño, pero se acumulaba sobre las cabezas de sus padres.

«¿Qué significa esto? ¿Ellos son los culpables?» pensó a toda velocidad, observó con atención y descubrió los inicuos cordeles negros que partían de los hombros y cabezas de los adultos.

«Alguien más está jugando con ellos, pero lo hacen de forma voluntaria».

Por otra parte, el niño la penetraba con sus pequeños ojos, los puños cerrados en tensión pegados a los costados. Un manojo de nervios. Y los remolinos pugnaban por entrar sobre él. Negros cordeles chasqueaban de un lado y de otro. Celestina sabía qué era eso: la pugna de los padres por hacerse con el botín. Le sorprendía la capacidad del pequeño para resistir tales embates emocionales, que por si no fueran ya malos sin ayuda, estos estaban fogueados por la más necia maldad. Una maldad de otra parte.

«¿Cómo lo logra? ¿Será que no quiere a ninguno de los dos?» La curandera estaba en exceso alarmada, pero entendía que no podía retirarse. Después de todo, se había visto en ese lugar desde muy joven, estaba escrito que llegaría a este punto de inflexión en su vida. Toda curandera con el don tenía una prueba difícil que afrontar, un camino que no podía negar; a no ser que se atreviera a desafiar al destino, pero eso traía consecuencias inesperadas. Su abuela le contó muchas veces de mujeres que se negaron y perdieron el don, y que aquello que debían enfrentar las llevó a la locura después, porque no tenían cómo defenderse. Celestina no podía darse ese lujo, su nieta acababa de nacer y estaba tocada con el don, todavía tenía que guiarla. Eso reforzó su espíritu, y atemperó su miedo atroz.

«Tal vez... sí».

—Por favor, puede el muchacho acompañarme y mostrarme su habitación —solicitó con voz calma y neutra, buscando la autoridad que solía tener con los pueblerinos de Garganta Amarga.

—Yo lo acompaño —replicó Leila, obstinada y con el ceño más fruncido que antes. Posó ambas manos sobre los hombros del niño delante suyo.

«¡Mierda! Mierda, mierda, mierda»

—Señora, el niño está con miedo y necesito curarlo del susto, no puede estar porque es una cura en secreto.

La cara de Leila mostró una mueca de fastidio y medio que empujó al niño hacia la curandera; Celestina agradeció la inspiración a todos sus santos y espíritus colaboradores. La cura en secreto era algo que ella no hacía, porque era el artilugio de los farsantes que no tenían el don. Ella había luchado contra los estafadores toda su vida, pero esta vez agradeció que sus malas costumbres estuvieran tan difundidas.

Recibió al niño sin tocarlo, pero observando que el vaho gelatinoso parecía esquivarlo o, al revés, como si pugnara por entrar, pero sin éxito.

—¿Sabés rezar, Juancito? —indagó, agachándose un poco para generar confianza.

Sin éxito. El niño la observaba con seriedad, desafiante. La curandera extendió su mano a la cabeza del pequeño, y su don descubrió que esa apostura era una cáscara que protegía un miedo visceral detrás de sus pupilas. Algo estaba roto dentro del niño, más allá de la miseria de sus padres. Para peor, le costaba romper el contacto, como si algo la tironeara.

Supay (Leyendas de la Periferia - Vol. II) (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora