El Fantasma del Andén

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El pitido de la alarma siguió a la voz de mando en los altoparlantes del andén número 8, otro día tan insípido como el anterior se instauraba desde temprano sin señales de cambio alguno. El tren llegó y el transbordo de pasajeros dio paso a la partida de aquel transporte a su siguiente parada.

Andrea miraba a la nada apesadumbrada, se acomodó en el banco de espera segura de que nadie intentaría sentársele encima, ya que el pasillo estaba ahora desierto, de un tiempo para acá la energía se le escurría dejándola en un estado de embotamiento perpetuo del que no sabía cómo escapar.

Algo le ocurría y lo supo desde la primera vez que al intentar pedir ayuda a los guardas experimentara al principio vergüenza al ser ignorada por cada persona a la que acudía para después pasar por un súbito espanto cuando al intentar tocar a quien sea sus manos traspasaran a la gente.

Fue así que supo que había perecido el día que se cayó por accidente más allá de la línea amarilla, se deshizo en un hilo de llanto desgañitando improperios, para después recomponerse al segundo siguiente de entender que nadie la oía.

Se sintió impotente, triste también, aunque no precisamente de haber fallecido sino de que sus días hubieran culminado de esa manera tan ridícula, a todo esto había desarrollado el hábito de tirar cosas al piso para asustar a la gente, eso le divertía de a ratos, pero su congoja la agobiaba, pues de que le servía poder palpar objetos inanimados cuando no podía tocar a los seres vivos.

Sintió una pesadez desmesurada sobre su cuerpo al punto que le hizo cerrar los ojos de la molestia, creyó sentir náuseas al grado de querer regurgitar o algo parecido, no obstante le resulto absurdo en su condición actual.

Abrió los ojos de nuevo encontrándose con la figura de una mujer dándole la espalda, estaba hablando por teléfono; sin embargo, el rostro no se le veía a causa de la capucha de su abrigo.

— ¿Qué haces aquí?

Una voz sonó a su lado descolocándola por completo, se volteó encontrando a un hombre robusto sentado a su lado, de cabellera ondulada y ojos negros, le miro expectante.

— ¿Puedes verme? – soltó con torpeza entre asustada y alegre.

— Hace tiempo que no veo espíritus de mortales vagando por ahí, a que se debe que no hayas ingresado al limbo ¿A caso no quieres renacer?

— ¿Disculpa? – No supo que le impresionaba más si el hecho de que ese desconocido pudiera verla o que supiera de sobra lo que era, incluso mejor que ella misma.

— Te recomiendo partir pronto a juzgar por tu semblante, llevas días vagando sola. ¿No es así? Es peligroso que te quedes.

— ¿Por qué sería peligroso? – consultó convencida de que esa persona tenía buenas intenciones a juzgar por su tono de voz, aparte que inconscientemente presentía cierta integridad moral emanar de él.

— Estás muerta – señaló el punto sosteniéndole la muñeca como si le tomara el pulso – Si te quedas aquí, tu alma desaparecerá con el tiempo, sin un cuerpo, no podrás subsistir.

— ¿Y cómo sabes eso? – espetó reticente al desviarse del tema, se había exaltado al conseguir sentir el tacto de ese hombre alrededor de su brazo.

— Tránsito por varios mundos, me llamen o no, trabaje o no, pendoneo a mis anchas todo el tiempo, y te recomendaría entrar al limbo para renacer, perderás tus recuerdos, pero es un sacrificio banal.

— Hablas como si hubiera otra forma – Amusgó los ojos estudiando la expresión serena de ese sujeto.

— Podrías poseer el cuerpo de un mortal, pero requerirás de la asistencia de algún solicitante – dijo y apuntó en dirección a la mujer que aún estaba al teléfono. — Esa mujer es una oradora, podría ayudarte, aunque no veo la razón de hacerlo, ¿No es más sencillo volver a empezar?

Relatos de Amor y OdioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora