Capitulo 4

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Damián se sentó en su habitación, rodeado de un silencio abrumador que había llegado a conocer demasiado bien. Había pasado tiempo desde aquella misión con el villano que le había robado la audición, un momento que había cambiado su vida de formas que nunca habría imaginado. La mayoría de la Bati-Familia no sabía lo que había sucedido; sólo Alfred conocía la verdad. Siempre había sido el único leal a todos los miembros de la familia, el que ofrecía consuelo en los momentos difíciles.

Los primeros días sin poder escuchar habían sido un desafío brutal. Al principio, había sentido un vacío, como si el mundo alrededor de él se hubiera apagado. Acostumbrarse a la ausencia de sonido le había tomado tiempo. Al principio, simplemente se sentaba en la habitación, observando las sombras de la ciudad a través de la ventana, sintiendo la vibración del tráfico y el murmullo distante de la vida en Gotham. Luego, lentamente, aprendió a leer los labios, un arte que se volvió esencial para su supervivencia social. Con el tiempo, había desarrollado una aguda percepción de las expresiones faciales y los movimientos de los labios, pero eso no eliminaba el dolor que sentía.

En la mansión, sus hermanos no sabían lo que estaba pasando. Ellos creían que su aparente distancia era simplemente parte de su personalidad; no comprendían que había una razón detrás de su mutismo. Las burlas se volvieron habituales, y cada risa y comentario hiriente lo golpeaban como cuchillos. Damián sabía que era un asesino, que había sido entrenado para ser un guerrero, pero también era un niño, y los niños también necesitan comprensión y apoyo.

“Eres un inútil, Damián”, había escuchado a Dick decir una vez, en un tono burlón. “Si no puedes oír, ¿cómo esperas ser un buen compañero de patrulla?”

La dureza de Batman nunca había sido fácil de soportar, pero en aquellos días oscuros, sus críticas se sentían más como un golpe bajo que nunca. “Tu empeño es pésimo”, le había dicho una vez con esa voz profunda y fría que solía arruinar su ánimo. Damián se preguntaba si su padre realmente sabía lo que había perdido. No sólo su habilidad para escuchar, sino su confianza y su deseo de pertenecer a una familia que parecía cada vez más distante.

Los aparatos auditivos que finalmente le dieron habían sido un alivio, aunque era un alivio que llegaba con su propia carga. Gracias a su cabello largo, podía disimular que los llevaba puestos, lo que era un consuelo para él. Sin embargo, la vida en la escuela era aún más difícil.

No era popular y, en ocasiones, se convertía en el blanco de las bromas. Intentar defenderse solo lo metía en más problemas. Las peleas se convertían en un ciclo sin fin, y cada vez que levantaba la voz, las risas se multiplicaban. “¿No puedes escuchar? ¿O es que no tienes nada inteligente que decir?” le decían.

Cada insulto, cada mirada burlona, hacía que su corazón se encogiera un poco más. Aunque había hecho un esfuerzo consciente por adaptarse, por encontrar su lugar en el mundo, a menudo se sentía como un extraño. En la escuela, un lugar que debería haber sido un refugio, la soledad y la incomprensión lo seguían como sombras.

Sin embargo, había días en los que sentía que había un rayo de luz. Con el apoyo de Harley e Ivy, había encontrado una especie de familia que lo aceptaba tal como era. La locura y la risa de su hogar nuevo le ofrecían un escape. Había aprendido que la vida era un juego en el que, aunque no siempre tenía las mejores cartas, podía encontrar maneras de jugar con ellas.

Un día, después de una semana particularmente dura en la escuela, Damián decidió ir al parque. Sentía la necesidad de estar al aire libre, de respirar y quizás dejar que sus pensamientos se desvanecieran con el viento. Mientras caminaba, se encontró con Connor, que estaba en el parque, lanzando una pelota a un perro que corría felizmente tras ella.

—¡Hey, Damián! —gritó Connor, emocionado, mientras el perro traía la pelota de vuelta—. ¿Qué tal tu día?

Damián se acercó, sonriendo, al ver la energía de su amigo. Connor se dio cuenta de que, aunque Damián no podía escuchar, él siempre estaba dispuesto a comunicarse.

—¿Te gustaría unirte? —preguntó Connor, señalando al perro, que movía la cola con alegría.

Damián asintió, y durante un rato, olvidó todo lo que le pesaba. Jugar con el perro y ver a Connor reír le recordó que, aunque había perdido algo en su vida, todavía había espacio para la alegría. A través de la conexión que compartían, Damián pudo sentir la aceptación y el cariño que había estado buscando.

Cuando la tarde se desvanecía, y el cielo se teñía de naranja, Damián sintió que tal vez, solo tal vez, el silencio que lo rodeaba no tenía por qué ser una condena. Podía transformarlo en una fortaleza, en un espacio para crecer y sanar. Sabía que su historia estaba lejos de terminar, y que aunque la batalla contra sus demonios interiores era ardua, no estaba solo.

La vida seguiría desafiándolo, pero también le ofrecía nuevas oportunidades. Con la luz del atardecer iluminando su rostro, Damián sonrió para sí mismo, listo para enfrentar lo que viniera. Era un asesino, sí, pero también era un hijo, un amigo y, sobre todo, un joven en busca de su lugar en el mundo.









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