Invitación a Ciudad Termita

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El Viajero del Tiempo (pues convendrá llamarle así al hablar de él) nos exponía una misteriosa cuestión. Sus ojos grises brillaban lanzando centellas, y su rostro, habitualmente pálido, se mostraba encendido y animado.

La máquina del tiempo. H. G. Wells.

Comenzamos nuestro relato en algún momento, aunque no sea el principio. Para ubicarnos, os diré que entonces mi ocupación consistía en orbitar cerca de la boca del agujero de gusano en previsión de que nos visitase alguna nave desconocida. Los agujeros de gusano comunican a las civilizaciones entre sí, pues permiten viajar en el espacio y el tiempo, pero éste era un sistema planetario en el que sólo ocasionalmente ocurría algo. Rarísimamente se recibía una nave por el agujero de gusano, así que trabajar en La Guardia no era un mal asunto. Pasabas seis meses de servicio sin incidencias, y luego podías librar durante otros tres dedicándote a tus cosas.

No, no era un agujero de gusano muy utilizado. Sólo dos veces en mi vida tuve conocimiento de la arribada de una nave. La primera me es bien conocida, pues fue cuando yo llegué a este sistema planetario desde mi añorado sistema solar; de la segunda prefiero no hablar. Mi viaje alucinante a través del agujero de gusano no sólo supuso un viaje en el espacio, también lo fue en el tiempo. Y os lo digo porque partí superado el año 13.000 millones y arribé en el año 600 millones, contando desde el Big Bang. Fue un «pequeño» viaje hacia el pasado —como os aseguraba—, pero de poca importancia, pues lo que después llegó —y es el centro de esta historia— superó todo lo imaginable.

Como sabemos, los agujeros de gusano suelen surgir en zonas donde la curvatura del espacio-tiempo es elevada y éste no era una excepción. El agujero de gusano orbitaba regularmente cerca de un agujero negro de tamaño mediano llamado «El Corazón de las Tinieblas». En su tiempo, este sistema debió tener un sol muy masivo, pero hacía muchos años que había muerto, colapsando en el abismo negro que dominaba el sistema planetario. Orbitábamos así sobre los dos —agujero negro y agujero de gusano— a una distancia prudente, aunque podíamos decir que llevaban muchos años viviendo una existencia plácida y tranquila. No eran peligrosos.

Aunque no me disgustaba la vida ociosa que llevaba al mando de mi nave —la Nellie—, sin embargo, para mí, aquel periodo fue de gran desolación, muy triste por temas que luego detallaré y que ahora no me apetece comentar. Y sí, os adelanto que estuvieron relacionados con la segunda nave que atravesó el agujero de gusano.

Cuando me atrapaba la melancolía, me dejaba llevar, y a menudo me entretenía contemplando desde la Nellie el quásar que, impasible y altivo, dominaba el firmamento. A muchos miles de años luz de distancia, ubicado en el centro de esta galaxia, en el ocular del telescopio de la nave se mostraba como un objeto cósmico bellísimo que brillaba con una luz violácea de inusitada intensidad; pero, a la vez, había en él algo siniestro, algo perverso y cruel que empujaba a la maldad. Me gustaba observarlo porque me recordaba la muerte. Supongo que en aquel periodo tan desgraciado de mi vida deseaba morir, una intensísima tristeza me empujaba a quererlo.

Mis días, no obstante, se animaban con la presencia del navegante de mi nave, Samsa, mi querido camarada, un insecto nativo de aquel sistema planetario, de aspecto colosal pero buen carácter, que me acompañaba siempre. Era Samsa un buen tipo, un amigo leal con el que siempre se podía contar, a pesar de tener esa tendencia tan suya a cobardear cuando las cosas se ponían difíciles. Mi fiel compañero era también de naturaleza algo pesimista, de esa clase con tendencia a ver las cosas más negras que la quitina de su exoesqueleto. No puedo afirmar que mi amigo insecto fuera hablador, sino lo contrario. Hablaba poco pero siempre certero, y a menudo tenías que pensar y analizar bien lo que había dicho, pues en sus palabras siempre había una especie de sabiduría de insecto.

Cuando ocurrió, estábamos Samsa y yo haciendo la guardia en nuestra nave de paredes de diamante y motor de hidrocarburos, en órbita sobre la boca del agujero de gusano del sistema planetario de «El Corazón de las Tinieblas». Yo estaba ocupada en mi pequeña afición, que no era otra cosa que mi alambique. Mi pasatiempo consistía en un pequeño artefacto que fermentaba y destilaba los vapores de las sobras de la comida con resultados más que interesantes. El ron que se obtenía del alambique no era suave —¡ni mucho menos!—, pero consistía en mi única fuente de licor en este maldito sistema planetario. Cuando adquirí el artefacto y me lo traje a la órbita comprendí que lo que funcionaba bien en la superficie de un planeta, podía no hacerlo en la ingravidez de mi nave. Mi pasatiempo se convirtió en conseguir arreglarlo.

Pues —como os decía—, estábamos mi amigo insecto y yo tan a gusto, a lo nuestro, cuando recibimos un mensaje enigmático. Del doctor Mancebo. Samsa agitó las antenas y movió los quelíceros con disgusto... No era para menos, yo sentía lo mismo que él, pues los científicos, aunque fueran tan amigables como el doctor Mancebo, rara vez traen buenas noticias, porque en su afán bienintencionado por hacer progresar la ciencia siempre te meten en líos dando lugar a las situaciones más comprometidas.

No me equivocaba. Eran malas noticias. Pésimas noticias, de hecho. Mancebo me emplazaba a una reunión «informal» en un local ubicado en los suburbios de Ciudad Termita, en la superficie del planeta Tarsis. No me dejé engañar por aquel mensaje aparentemente amistoso. Yo sabía que el doctor Mancebo había instalado allí un laboratorio de investigación, y es que el afamado físico teórico se estaba dejando tentar por los temas experimentales. Se hacía viejo con los años, quizá.

Entonces no supe verlo, aunque era obvio. El primer indicio fue cuando el doctor José María Mancebo nos aportó la fecha de la dichosa reunión. ¡En el pasado! Es decir, para la cita, nos dio una fecha anterior al presente. No se puede concertar una cita en el pasado con alguien. Es absurdo e imposible —o al menos lo parece—. Lo atribuí erróneamente a uno de los muchos despistes del científico. Una más de sus excentricidades.

Después de acordada una fecha decente, Mancebo me envió un escueto mensaje: «Si lo desea, Samsa también puede asistir». Esto sí me llamó la atención. Hasta donde yo sabía, Mancebo y Samsa no se conocían, no los había presentado. ¿Cómo podía conocerlo? Además, ¿cómo Mancebo podía adivinar el interés que mi amigo insecto había mostrado por acompañarme? Me pareció sorprendente. Era como si... Mancebo pudiera predecir el futuro, como si el científico ya hubiera estado allí.

Más allá del Big BangDonde viven las historias. Descúbrelo ahora