Cap. 1. Una fiesta junto al Tajo

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Andrés ha organizado fiestas mejores. Pero hacer buenas fiestas es fácil cuando tienes una finca grande y un padre al que aparentemente no le importa; o hace como que no.

Hacerlas memorables requiere más. Más ganas, más imaginación. Y Andrés tiene de sobra. También tiene un encanto que arrastra multitudes. El toque De la Reina. Esta fiesta, sin embargo, no va a ser recordada por Marta como una de las mejores, a pesar de que ella es la razón de que se celebre.

Su vuelta a casa, esta vez definitiva después de nueve años fuera, lleva siendo excusa para todo tipo de festejos desde la semana anterior. La comida familiar el mismo domingo de su llegada, el cóctel con el consejo de administración de Grupo De la Reina en las oficinas centrales de Madrid el martes, la cena con sus hermanos en el restaurante de cuyo accionariado Jesús forma parte el miércoles.

La sensación de llevar días en un bucle de alcohol le es familiar, muy, y transita las resacas con el aplomo con el que lo encara todo, pero ha llegado al sábado agotada, y la perspectiva de la fiesta de Andrés se le ha hecho cuesta arriba desde que supo que era el evento informal de la temporada en Toledo. Tiene, además, una terrible jaqueca.

Pasar el fin de semana en Los Olmos era el único aliciente, en realidad. Llevaba años sin pisar la finca de la familia de su madre; desde unas navidades cuando aún estudiaba en Londres. Después terminó la carrera y empezó su periplo de stages en Milán y París, y en sus vacaciones nunca volvió a contemplar la posibilidad de dedicar algún día a visitar el campo. Regresaba a Toledo menos de un par de semanas al año, y siempre había eventos en la casa grande o viajes de negocios u ocio a Madrid.

Pero Los Olmos era un recuerdo cálido de su infancia y su adolescencia, de días lánguidos de primavera montando a caballo, de monterías en otoño. Y de su madre. Muchos de sus cumpleaños se habían celebrado allí, así como los de sus hermanos y primos. Fiestas de disfraces, payasos o magos. Chapuzones en la piscina. Primeras borracheras.

Por lo visto Andrés se acordaba bien de aquello, a juzgar por la cantidad de barriles de cerveza y cajas de alcohol que se amontonan debajo y tras la barra del bar. Piscibar, lo llamaban cuando eran adolescentes y se encaramaban a los taburetes giratorios para tomar Malibú con piña y Martini con limón en las primeras fiestas que les dejaron celebrar sus padres.

Pero Marta se ha hecho la firme promesa de mantenerse alejada del vodka y la maría, así que se enfoca en la música y la humedad que el Tajo arrastra hasta la suave pradera de césped que rodea la piscina y la pista de tenis. La gente parece estar pasándoselo en grande; ríen chistes sin gracia.

Marta tiene veintisiete años y un permanente aura de gravedad en su expresión que nunca ha sido la mejor arma para hacer amigos. Los demás gravitan a su alrededor, alrededor de su apellido y de su belleza, pero pocas veces logran penetrar más allá de la superficie. A ella no le importa demasiado; está acostumbrada a núcleos pequeños. La familia cercana y un par de amigas de la universidad con las que se ha mantenido en contacto a lo largo de los años. Y Jaime.

Marta de la Reina. Aparente hija ejemplar, joven heredera de éxito y novia perfecta hasta hace seis meses. En otra vida. Cuando la vuelta a casa, a ocupar el lugar que por derecho le corresponde, se antojaba ilusionante y estimulante a partes iguales.

Una vez que se licenció, su padre diseñó para ella un plan de formación sobre el terreno que la llevó a las casas de perfumes top de Francia e Italia. Nada distinto a lo que fueron haciendo sus conocidas de Londres, la mayoría hijas también de hombres de negocios o destacados profesionales liberales. Ese era el camino habitual, y negar que lo había disfrutado sería mentir. Con la falta de libertad de decisión venían ciertos privilegios compensatorios: los apartamentos céntricos, los clubes deportivos, las listas vips en reservados de moda, los viajes por el mundo...

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