Cap. 2. Ponerse al día

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1.

Los últimos invitados no se han marchado y Marta ya está tumbada en su vieja cama de la casona de Los Olmos. Los escucha despedirse en medio de una ligera bruma etílica. Ha terminado bebiendo, claro. Menos de lo habitual; en cualquier caso más de lo que debería.

El aburrimiento es solo uno de los motivos frecuentes por los que bebe de más, y ni siquiera es el menos manejable. En circunstancias normales, en una noche de principios de verano lo hubiera combatido con lectura. Obviamente no era el momento. La gente ha entendido su agotamiento y pocas ganas de bailar, pero retirarse a una tumbona del porche con alguna de las antiguas ediciones de novela negra de la colección de su abuelo que quedan en la finca hubiera sido excesivo incluso para ella.

Así que ha bebido. Tres copas. Controlable. Finalmente una con María, otra con Andrés y sus amigos, y la última con Begoña y Luz. Apenas conoce a la amiga de su cuñada, una tía extraña, pero con una conversación interesante. Está colocada y alterna comentarios sarcásticos con latigazos de indignación aleatorios. "¿Qué mierda es esa que suena?", lanza al aire en una ocasión, y a Marta le hace gracia porque es una canción de Vetusta Morla, uno de los grupos favoritos de Jaime y que ella también odia.

La situación con Jaime, últimamente, es otra de sus razones para beber. O al menos para hacerlo con desorden y fastidio.

Desorden es una palabra que nunca hubiera utilizado en relación a Jaime, porque lo suyo siempre ha sido algo muy civilizado y predecible. Amigos desde la adolescencia, se conocieron y trataron siempre rodeados de otras personas que confabulaban para que se enrollasen, convencidos todos de que estaban hechos el uno para el otro. Se lo dijeron tanto, y Jaime era tan buen tío, tan simpático y guapo, tan colado por ella sin resultar apabullante, tan listo sin caer en la egolatría, mayor que ella pero no tanto, que a Marta empezó a hacérsele apetecible.

Empezaron a salir cuando ella ya estaba en Londres. Jaime estudiaba Medicina en Navarra y se veían poco, lo que ambos llevaban bien. Por supuesto, "salir" era un eufemismo para lo que hacían. Se escribían a diario, dos o tres videollamadas a la semana, y un finde al mes en algún lugar si no estaban de exámenes. Todo su noviazgo había transcurrido así porque ninguno propuso nunca otra manera y porque, además, no podía ser de otra forma. A Marta le parecía bien; le parecía suficiente.

Y siguió pareciéndoselo cuando Jaime terminó el MIR y se incorporó a la Marina Mercante, y aún se lo parecía cuando ella acabó la carrera y se instaló en París. Ahora, años después, no terminaba de entender esa creciente sensación de que aquello había dejado de funcionar. Había funcionado todo este tiempo, ¿no? ¿Había funcionado?

Lo que le lleva a pensar en qué se supone que es que una relación funcione. ¿El amor? Ella quiere a Jaime y es recíproco, de eso está segura. Se gustan, se respetan. ¿Compartir estilo de vida? Bueno, ambos vienen del mismo ambiente y sus expectativas y planes de futuro han sido parecidos: triunfar en sus profesiones; hijos, algún día. ¿Intimidad?

Marta gira sobre su espalda, intentando disipar ese persistente vacío indefinido cuando piensa en el sexo con Jaime. O con cualquier tío, en general. Con los tres con los que ha estado. Marta no es una promiscua, pero tampoco se considera a sí misma ninguna mojigata. El sexo no es traumático para ella. No lo fue la primera vez con aquel amigo de su hermano Jesús con el que salía a los 17, ni con el chico escocés con el que se acostó cuando rompió brevemente con Jaime. Tampoco lo es con el propio Jaime.

Supone que simplemente el sexo es lo que es. Una transición momentánea entre dos cuerpos, un rato de afecto demostrado de otra manera, un instante final de placer concentrado en un punto. Si hay algo más, ella lo desconoce. Le molesta desconocerlo, pero ha llegado a la conclusión de que puede vivir sin hacerlo.

El bello veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora