Capítulo 1

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—¡Nicholas, ya es ya! —vocea mi madre desde el pie de la escalera. Con la casa vacía, su voz retumba como un trueno. Es como una pelota, que rebota en las paredes de la casa hasta atravesarme el cráneo.

—Dale un minuto más, Lu —dice papá, sin gritar. El dolor que me martillea la cabeza es tan intenso que cualquier sonido, hasta el susurro de papá, me resulta insoportable. Sé lo que piensan. Que me he pasado toda la noche en vela haciendo algo que no debía hacer, como viciarme a algún videojuego o comer salsa de queso Cheez Whiz a cucharadas, directamente del bote. Pero la verdad es que no he podido pegar ojo porque... no tengo ni la más remota idea. Nada más acostarme estuve mirando la pared. Después, el techo. Horas después, la mosca que había quedado atrapada en la cinta de embalar que, en teoría, sellaba la caja de cartón donde tenía guardadas todas mis herramientas y tres radios CB desmontadas.

—La mudanza nos cobra por horas, Jay. O baja ahora mismo o los nuevos inquilinos van a tener que adoptarlo.

—Hora de irse, Narf —dice papá mientras bajo las escaleras a trompicones.

Sonrío porque sé que papá está haciendo un gran esfuerzo y, a su manera, creo que mamá también.

—Caramba —comenta papá después de que mamá me haya plantado un beso en la cabeza y haya salido por la puerta.

—¿Qué pasa?

—¿A quién pretendes engañar con esa sonrisa? Es espeluznante —bromea.

Me quedo quieto y, por fin, los dos nos relajamos.

—Sé que es difícil —murmura, y se rasca la nuca—. Terriblemente difícil.

—No exageres. No está tan lejos. Tan solo hay que cruzar un puñado de estados —contesto, repitiendo las palabras que mamá lleva diciendo como un loro desde hace tres meses.

—Está a varios años luz de distancia —reconoce papá, y no puedo evitar darles las gracias a los Jefes Supremos Alie­nígenas del Espacio porque alguien, por fin, diga la verdad.

—Sí, mis legiones de amigos me han suplicado que no me vaya, que no me mude de ciudad. Me han hecho prometerles que les escribiría de vez en cuando —digo. A papá se le borra la sonrisa de inmediato porque sabe, y no se equivoca, que estoy mintiendo.

—Esta no era tu ciudad —dice—. Raven Brooks, en cambio, Raven Brooks sí será tu ciudad.

Cierra la puerta de esa casa que jamás consideré como mía, igual que ocurrió con todas las anteriores que alquilamos.

—Adiós, casa roja —se despide mamá, y echa un último vistazo a la casa a través del espejo retrovisor mientras sigue, tal vez demasiado de cerca, al camión de la mudanza. Se le llenan los ojos de lágrimas y papá le da una palmadita en la espalda en un intento de consolarla.

—Raven Brooks será nuestra ciudad —insiste, pero esta vez en voz alta, para que mamá pueda oírlo. Parece tan convencida como yo. Conducimos durante más de mil cien kilómetros en absoluto silencio, tratando de tragar y digerir la mentira de que Raven Brooks no está tan lejos de Charleston, igual que nos empeñamos en tragar y digerir la mentira de que la casa azul de Ontario no era tan distinta de la casa marrón de Oakland, o de la amarilla de Redding, o de la de color crema de Coeur d'Alene. Las mentiras cada vez son más grandes y cuestan más de tragar, y de digerir. Los pueblos ya no necesitan directores editoriales si han dejado de imprimir periódicos locales, pero los caseros siguen exigiendo que se les pague el alquiler con dinero contante y sonante.

Así pues, ¿qué más daba una mudanza más, un pueblo más, un colegio más y una casa más? Lo único que debía hacer era acostumbrarme durante unos meses. Aunque quizá esta vez ni siquiera me tomaba la molestia de deshacer las maletas.

 Aunque quizá esta vez ni siquiera me tomaba la molestia de deshacer las maletas

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